Él nos dejó su Espíritu.
Nos enseñó a partir el pan
y a beber de una misma copa de vino.
Pero la cosa se complicó.

Pues resulta que Jesús, aquel del que dijeron que “todo lo que hacía, lo hacía bien,” lo dejó todo en el aire. No dejó nada atado. Se olvidó de la organización. Ni siquiera fue suya esa celebre frase, a la que tanto jugo se le ha sacado: “y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia“.

Primero, Jesús no vino a fundar ninguna iglesia. Una cosa es fundar y otra poner los fundamentos.

Segundo, nunca hubiera dicho “mi” iglesia. Para Jesús el único “propietario” de todo era el Padre. De haber dicho esa frase, habría dicho “la Iglesia de mi Padre”.

Tercero, “esta piedra” sobre la que se edifica la nueva convocatoria, no es Pedro, sino la fe manifestada por Pedro.

Está claro que esa frase de Mateo tan estudiada, tan investigada, que aparece en algunos códices – no en todos –ha sido forzada a decir lo que literalmente no dice.

Ese pasaje aparece sólo en el evangelio de Mateo. La comunidad en la que se escribe ese evangelio se sitúa en Antioquía de Siria. Es un grupo de primeros cristianos que han huido de Jerusalén. Conviven con grupos de fariseos que también han tenido que huir de las persecuciones de los romanos. Los seguidores de Jesús no acaban de separarse de la sinagoga ni de las costumbres judías.

Cuando se escribe el evangelio de Mateo, Pedro se ha hecho ya cristiano, poco a poco. Le costó mucho dejar la Torá. Su conversión no fue el resultado de un fogonazo sobrenatural como teatraliza Lucas en los Hechos. Fue el poco a poco de una transformación dolorosa. Y es bello recordar que sobre aquella fe de Pedro, tan desprestigiada y tambaleante se va a ir levantando la nueva ecclesia, es decir la nueva convocatoria.

Sacar de su contexto histórico los versículos del evangelio de Mateo; forzar incluso el diccionario y la gramática, para levantar todo el tinglado romano es un chiste.

Bueno, a lo que íbamos. Que Jesús lo dejó todo en el aire. No fue como Franco con lo de atado y bien atado. Jesús solo sembró la semilla. La regó con sangre. Nos enseñó a partir el pan, a beber de una misma copa de vino y dijo que volvería, sin avisar.

“Somos de ayer, y ya llenamos el mundo”, dijo, poco después, un tal Tertuliano, y añadió que “la semilla de la fe se había regado con la sangre de los mártires.”

Seguro que Jesús, el de Nazaret, pueblerino él, no previó que el mundo era tan grande y que su palabra florecería tan rápida y tan abundante. No pudo preverlo porque ni sabía que la tierra era redonda. Y además pensaba que aquello se iba acabar pronto. Y nadie le proporcionó un curso de organización y dirección de empresas.

Él nos dejó su Espíritu, semilla y sangre. Pero la cosa se complicó. Llegaron los gestores. “Episcopoi” significa en griego inspectores, administradores, es decir, los que se encargaban del aparato organizativo, de mantener el orden. Porque aquello de las diferentes lenguas, los diferentes carismas, las diferentes personalidades, los diferentes nacionalismos amenazaba en reproducir la antigua Babel.

Poco a poco los gestores actuaron como los dueños de la idea. Ya solo faltaba justificar la operación con algunas citas bíblicas. Completar la simetría de los doce hijos de Jacob, las doce tribus, los doce apóstoles, testigos de su vida, de sus palabras, de su muerte y de su resurrección.

Para lo cual, entre otras cosas, hubo que eliminar a las mujeres que habían sido mucho más testigos que los doce. Pero las mujeres rompían la simetría con el Antiguo Testamento, y en aquella sociedad no contaban. Aunque, según parece, fueron las únicas que de verdad siempre estuvieron junto a él.

Jesús no buscó filósofos, ni economistas, ni teólogos. Y sólo habló del Padre y de los hermanos. Más que ensalzar la pobreza lo que hizo fue ponerse del lado de los pobres. No predicó la enfermedad, ayudó a los enfermos. No animó a la revolución, liberó a los esclavos y fue durísimo contra todo el que humillaba y se aprovechaba del hombre.

No sabía economía ni filosofía ni política. Y su teología era tan sencilla como su fe.