En la teología de “cristiandad”, en el sueño del triunfo definitivo del “cristianismo”, se agazapa la gran tentación del poder.

Hoy, ulemas y cleros de todas las confesiones sienten dolor y nostalgia al comprobar que el desarrollo trae consigo una secularización de la sociedad. Y si Dios desaparece, ellos pierden su poder.

No piensan que la madurez de lo humano quizá no sea posible en un hábitat atosigado de incienso y clero, por muy estético que resulte. Paradójicamente, provoca desbandadas de creyentes hartos de Dios o conflictos dolorosos de buenas gentes honestas y desconcertadas.

Pero con el poder hemos topado. Nadie quiere dejar poder. Nadie quiere servir.

En la Edad Media el problema que mas discordias provocó en Europa fue la cuestión de quién era, en último término, el que mandaba. ¿La Iglesia o el Estado, el Emperador o el Papa?

El Pentateuco había unido poder y divinidad. Todo poder viene de Dios. El que represente a Dios ostenta el poder. Y el poder representa a Dios. Eso es la Teo-cracia. Lo que se dice o se manda, lo dice y lo manda el mismo Dios.

Al principio, la Jerarquía aduló a los Emperadores. Y creció a su sombra. Ellos, los emperadores, convocaban y presidían concilios; nombraban obispos; elegían y quitaban papas. Pero pronto los papas quisieron quitarse el yugo civil de encima. Y vinieron los problemas. Los papas excomulgan a los emperadores y reyes y los emperadores invaden Roma para quitar y poner papas.

La cumbre del poder papal llegó con Inocencio III (1198-1216), que escribe al Patriarca de Constantinopla: “Cuando Jesús dijo a Pedro: Apacienta mis corderos, no le pidió sólo que guiara su Iglesia, sino que gobernara todo el universo“.

En esta lucha por ostentar el poder civil y religioso, unas veces ganaba el emperador y se convertía en David. Cuando ganaba el papa, resucitaba Melquisedec,  personaje misterioso que aparece sólo una vez en el Antiguo Testamento (Gn 14.) como sacerdote-rey. Y eso era lo que los papas querían ser. “Según el orden de Melquisedec”, no porque ofreciera pan y vino a Abraham sino porque era rey.

Desde un punto de vista evangélico, la llamada cristiandad producto de la Edad Media es motivo de sonrojo y pena.

El cristianismo, cuando tocó poder político, imitó a Israel sacralizando la vida social y levantando murallas frente a los pueblos paganos. No hay modo de dialogar si no es para aceptar su verdad, bautizarse, y someterse a la estructura y legislación sagrada.

Nada que ver con lo de “id por todo el mundo y anunciad la buena nueva”. Se traduce por “id y dominad el mundo”.

Jesús no quiso dominar a nadie ni sustituir ni complementar a ninguna autoridad.  Sólo quiso que llegáramos a la plenitud como individuos y como sociedad.

Jesús rompe con el nacionalismo y el racismo. Sabe que han llevado al pueblo a la ruina. El RH étnico separa, pero cualquier circuncisión, bautismo o sucedáneo, además de segregar, ensoberbece.

Jesús rompió toda atadura o cadena que encontró por el camino. Incluso se saltó las barreras de fe que separaban a los de Samaría frente a los de Judea y asentamientos judíos de Galilea. Gozaba enderezando al encorvado, soltando la lengua trabada, haciendo correr al cojo, abriendo los ojos del ciego, o extendiendo el brazo encogido, defendiendo a la mujer cazada en fragante adulterio. Y lo más dificil, rompiendo las redes invisibles de las ideologías paralizantes: no cumplió con el Sabbat, ridiculizó las purificaciones y se atrevió contra el Templo. A los santones los llamó hijos de perra.

Fue colocando explosivos en vigas maestras de todo el edificio. Necesariamente tenía que ser crucificado. Pretendió desmontar la mascarada de la religiosidad judía. Nadie le había enseñado la fuerza y la importancia de los poderes fácticos. Y en esta sociedad creada por los hombres, los poderes fácticos pueden más que Dios.