Cuando los cristianos triunfaron sobre el antiguo Imperio Romano, y el emperador Constantino le regaló al Papa Melquíades (año 313) su propio Palacio imperial de Letrán, Jesús de Nazaret quedó oculto tras una nube.

Estorbaba en el nuevo tinglado. En compensación, había que mitificarlo (convertido en mito hacía menos daño). Allí, a la diestra del Padre. Ya bien lavado, bien peinado, con muchos ángeles, muchas flores. Cuanto más divino, mejor. Era urgente camuflar su humanidad. En Roma, hasta los emperadores entraban pronto en la esfera de lo divino.

Aquel Jesús, judío, primitivo, agreste, brusco, metido siempre en el pueblo, entre analfabetos, pescadores, prostitutas y gentes desesperadas, diciendo cosas desagradables… ¡aquello fue un accidente histórico! Lo importante es que ya es el Alfa y Omega; que resucitó; y que está sentado a la derecha del Padre.

Y, empezó la era de las Basílicas, las Catedrales, los ornamentos, el incienso, y el arte. Empezó la Cristiandad.

Jesús se volvió y, al ver que le seguían les preguntó:

¿Qué buscáis?

Le contestaron:

Rabbi, ¿dónde vives?

Les dijo:

Venid y lo veréis.

Llegaron, vieron dónde vivía y aquel mismo día se quedaron a vivir con él; era alrededor de la hora décima”

 La hora décima. Las cuatro de la tarde. Cerca del final del día para los judíos. Final de época para el evangelista, y comienzo de otra. Todo comienza con una pregunta: ¿Dónde vives? Y con una respuesta: venid y lo veréis.

Al comienzo de este milenio hay que repetir la pregunta: Jesús de Nazaret, ¿dónde vives?