La verdad histórica es que no sabemos ni cuándo ni dónde nació. Yahve los despistó a todos. Aquel niño nació tan de incógnito que Lucas tuvo que poner ángeles en el cielo, y Mateo, magos  de Oriente a sus pies.

Hubo que inventar un pueblo: Belén. Decorarlo con estrellas, ángeles,  cantos y magos de Oriente. Todo un ropaje literario para expresar una verdad preñada de teología.

Si fueran históricas – que no lo son – las genealogías de Mateo y Lucas, Jesús llevaría en sus venas la sangre de Betsabé la adultera y de David con sus crímenes de Estado. Pero lo que es seguro es que sus genes, los de Jesús, estaban amasados a través de una larga, dolorosa, sangrienta, criminal e ilusionada historia de animales humanos.

El hecho periodístico fue anónimo. Puede que naciera en Nazaret. Su llegada fue vulgar. Despistante.

Los hombres piadosos esperan siempre que Dios actúe como el Mago de un Circo Cósmico. Pero las grandes transformaciones en el Universo y en la Humanidad no tienen fecha ni reportajes. Como anónimas e incógnitas conviven con nosotros las más bellas realidades de los mares, de la tierra, y del cosmos. Como anónimos son los más bellos gestos de amor entre los hombres.

La verdad fue que nadie se enteró de su nacimiento. Y que vino a esta tierra como todo el que nace para morir. Parido por una mujer. Sometido, en todo, a las leyes humanas. Lo contrario hubiese sido una trampa, para jugar con ventaja. Y no hay nada malo en ser hombre. Porque la mujer, tanto como el hombre, son el proyecto de Dios. Porque su humanidad es plena y Jesús no es ningún mito engendrado por un rayo de Júpiter como Augusto, emperador romano.

Sólo sabemos que nació, habló, actuó, murió. Lo de la resurrección está al otro lado de lo histórico. Eso entra en el campo de la fe.

No está mal el canto de los ángeles y la estrella que anda. Pero, hoy, me ayuda más el anonimato total de la verdad histórica. La cruda realidad de los hechos es, a veces, más profunda que el ropaje pedagógico del artificio literario.