Las palabras y expresiones con las que definieron, allá por los siglos cuarto y quinto, los obispos y teólogos de los concilios de Nicea (año 325), Constantinopla (año 381), Efeso (año 431), Calcedonia (año 451) ¿siguen expresando la realidad en la que se cree, hoy en el siglo veintiuno?

La realidad de Dios hay que expresarla al fin y al cabo en lenguaje humano. Pero me pregunto si se ha conseguido expresar con las palabras y gramática adecuadas la realidad en la que se cree.

No se puede olvidar que, con el transcurso del tiempo, las palabras cambian su significado, o pierden su significado, o simplemente se difumina el  brillo del significado. Y, entonces, no sirven para nada. El mensaje que llevaban dentro se evapora. Se quedan huecas, sin contenido. Y eso es lo ocurrido con todo el andamiaje del credo y catecismos de los cristianos. Llevamos en nuestras alforjas una pasta incomestible.

La culpa no es sólo de los curas. También la tienen todos aquellos que siguen delegando en la Iglesia el contenido de su fe. Nos preocupamos de nuestra economía, sin delegar en nadie. Pero nuestra relación con Dios se la entregamos a la Institución eclesiástica para que, a modo de gestoría, nos lleve los asuntos divinos. Firmamos los papeles en blanco sin leerlos siquiera. Creemos lo que nos digan, vamos por donde nos digan, aunque nos lleven al aburrimiento ¡qué mal entendieron, y entendimos, aquello del rebaño y las ovejas!

Hay que quitar telarañas a la fe. Aunque la fe se proyecte, siempre, sobre un telón oscuro.

Tenemos que pensar y repensar los llamados artículos de la fe. Cualquier cosa menos tragarse los dogmas como si fueran píldoras elaboradas en la rebotica de nuestros vaticanos. Entre otras cosas porque si no se digieren, explotan con el tiempo y vienen los vómitos y las náuseas.

Luis Alemán Mur