El Antiguo Testamento no es un hallazgo de Dios. Sólo es una aproximación. Un paso más. Una ayuda. Un tenue amanecer entre nubes. Un camino, no un encuentro. En el Antiguo Testamento no hay un retrato fiel de Dios ni de su rostro ni de su pensamiento. No hay respuestas unívocas de catecismo y con sello de garantía. Sólo hay huellas, pistas que van llevando, en un proceso lento, hacia la sorpresa oculta desde el comienzo de los tiempos: Jesús de Nazaret.

Y el mismo Jesús no se olvidó de decirle a los suyos, según nos recuerdan los evangelistas, que ni con él estaba todo dicho. Quedaban muchas cosas por decir y que ya se irían aclarando a lo largo de los tiempos.

La verdad sobre Dios, sobre Jesús, sobre el hombre. La historia no quedó cerrada. Sigue abierta. El universo y el hombre son seres en evolución. Todo está sin cerrar. No existen ideas terminadas.

Para el creyente en la Divinidad, junto a esta evolución, dentro de esta evolución, produciendo esta evolución “camina” Dios.

El que detecta la presencia de Dios en el caos de su propia vida, en el caos de la historia de la humanidad está “inspirado”, intuye a Dios. Y no hay re-velación si no se mantienen las puertas abiertas para la fe.

Y es que la historia de la creación -o si se quiere la historia de la plenificación humana- camina junto a una sucesión de Teofanías progresivas de Dios, como un negativo que se va “revelando” con la marea del tiempo, o con el caer de las legañas de los ojos inmaduros del ser humano.

Dios se va dando a conocer en la medida en la que el mundo y el hombre se van construyendo. O puede que no sea Dios el que se va dando a conocer (Teofanía), sino que es el hombre el que va encontrando, en su desarrollo progresivo, a Dios que siempre está ahí. “Pues
resulta
que
Dios
estaba
aquí y yo
no
lo
había
visto” Génesis, 28, 16.

Luis Alemán Mur