En 1.789, después de una larga agonía, murió definitivamente la Edad Media. Un paso tan trascendente como el del Paleolítico al Neolítico. Se acabó la infancia. Se acabaron los cuentos, las leyendas, los Reyes Magos.

Fue un momento crucial. Con la Ilustración, el Poder Eclesiástico tembló. Uno a uno le fueron desmontando los pilares de su imperio. Se venía abajo su catedral ideológica, un montón de conclusiones dogmáticas extraídas, sin más requisitos, simplemente por iluminación directa de Dios. Había que revisar su suma teológica, sus catecismos.

La Palabra de Dios había sido mal leída, mal utilizada. Se había construido el Imperio Eclesiástico sobre una lectura e interpretación infantil, interesada y a veces perversa de las Sagradas Escrituras.

Cuando el poder eclesiástico advirtió que el estudio de la Biblia desmontaba los argumentos básicos de su Imperio Sagrado, no tuvieron otra solución que condenar  el “modernismo”. Se abrió la época de las condenas, excomuniones, códigos de libros prohibidos. Vano intento por frenar la dinámica de la Historia.

Y, junto a las condenas, la proclamación apresurada de dogmas: dogmas ridículos como el de la infalibilidad, la concepción inmaculada, que, hoy día, no son más que obstáculos para el desarrollo y la madurez cristianas.

No cabe duda. El siglo XIX y el XX hasta el Concilio Vaticano II supusieron para los poderes eclesiásticos una lucha titánica de supervivencia. No daban abasto a condenar. Se identificó la defensa de Dios con la defensa de un sistema y de unos intereses. Resulta triste la tozudez cavernícola del Vaticano en parar la marcha de la Historia.

Pero, a partir de 1.789, nada volverá a ser igual.

No es lícito bendecir sumas teológicas y catecismos, dogmas con citas bíblicas interpretadas a nuestro capricho, sin un análisis serio y riguroso sobre el sentido auténtico de esas citas. Desde ahora en adelante, habrá que tener mucho más pudor en atribuir a Dios nuestras conclusiones, nuestras simplezas, nuestros silogismos.

Hay que volver al Evangelio y al Antiguo Testamento con ojos limpios, adultos, libres y, también, con fe.

Luis Alemán Mur