Si el cambio y la evolución son necesarios, para no caer en una esclerosis lamentable, o para que nuestra oferta no sea la de un payaso -en frase de Ratzinger- del que la gente se ríe y a quien no se le da ninguna credibilidad, el mensaje ético de la Iglesia necesita también, como hemos dicho, una cierta renovación.  Cuando la  única alternativa en la Iglesia fuera repetir exclusivamente y al pie de la letra lo que el magisterio afirma, como hoy se vuelve a decir y se quiere imponer, no existiría ninguna posibilidad de avance. Antes de que la autoridad oficial apruebe una nueva orientación, esa idea ha tenido que gestarse con anterioridad en otros niveles inferiores.

         La historia demuestra cómo tales discrepancias fueron fecundas para el progreso de una doctrina. Baste recordar lo que ya ocurrió en la Iglesia al comienzo y mediados del siglo anterior, sin analizar ahora otras situaciones parecidas en tiempos anteriores. Los nuevos avances en el campo de la Escritura costaron mucho trabajo integrarlos en su doctrina. Lo mismo que la renovación teológica, en la década de los 50, provocó otra serie de condenas y prohibiciones. En ambas reformas, bastantes creyentes pagaron la osadía de abrir nuevos caminos: libros prohibidos, teólogos apartados de sus cátedras o condenados al silencio. Sin embargo, cuando ahora se leen los numerosos documentos publicados, en aquellos años, contra las nuevas aportaciones bíblicas y teológicas, es inevitable una sonrisa de benevolencia. Y alegra saber que, precisamente, los teólogos sospechosos y condenados fueron los renovadores del Vaticano II, y hasta la propia Iglesia les reconoció sus méritos y los servicios prestados con dignidades eclesiásticas. Gracias al sufrimiento, paciencia y fidelidad de estos cristianos amenazados, la propia Iglesia terminó enriqueciéndose con su trabajo

         Y es que no supone ningún descrédito para la autoridad el reconocer que su carisma y función no se centra precisamente en ser agente de cambio, sino en mantener la armonía, cohesión y unidad del grupo para evitar el peligro de la desintegración. Por eso, como la tranquilidad definitiva nunca resulta posible -y sería, además, un signo de que la vida languidece-, es bueno que brote de vez en cuando la protesta, el inconformismo o la contestación que impiden anclarse en una etapa del camino.

         Cualquiera que posea un poco de perspectiva histórica, incluso sobre la época más reciente, tendrá que admitir que los cambios han sido con frecuencia fruto de los hechos consumados. Lo que al principio se consideró un gesto de indisciplina o desobediencia, una conducta propia de personas rebeldes e inobservantes, termina por imponerse más tarde como algo normal y confirmado por la misma autoridad. Muchos santos y todos los revolucionarios fueron molestos, sospechosos y criticados por las autoridades competentes, ya que resultaban peligrosos para los esquemas teológicos, culturales o políticos del momento. Con el paso del tiempo y la valoración histórica sólo nos queda ahora la cosecha de aquella siembra que agradecemos, pero dejamos en el olvido el dolor, los conflictos y el esfuerzo que supuso, cuando fueron condenados como traidores, iluminados, locos o equivocados.

         Por eso, no toda transgresión, -es decir, avanzar un poco más de los límites, cuando no está en peligro el depósito de la fe- es algo condenable. Es la lógica e inevitable tensión entre la autoridad, que busca defender la unión e intenta mantenerla con la docilidad y obediencia, y la nueva fuerza que se despierta como una amenaza peligrosa, pues viene a romper el equilibrio existente y la cohesión conseguida. Todos estamos con miedo. Unos, porque el cambio resulte traumático, incontrolado y lo consideran una traición. Otros, por la apatía y lentitud con que se realiza.

         No es tampoco necesaria ninguna interpretación maniquea, entre buenos y malos, ya que en esas situaciones de cambio existen demasiado nebulosas para distinguir con claridad lo que parece más conveniente. Los responsables se sienten obligados a defender el patrimonio recibido para que la evolución no se convierta en un desastre. Y el remedio más eficaz, para evitar cualquier renovación, ha sido siempre el desprestigio y la condena de los que vislumbraban mejores horizontes. De esa manera, mientras sean considerados como pecadores o rebeldes, disminuye su posible influjo en el ambiente y se vacuna a los demás contra el peligro de contagio. Cuando la transgresión despierta sentimientos de culpabilidad y arrepentimiento se confirma la cohesión y el orden establecido pero, en la medida que tales sentimientos disminuyen, se facilita su posterior incumplimiento y la ampliación de sus fronteras.

         Como, además, muchas transgresiones terminan en el fracaso y resultan estériles, su recuerdo se utiliza como argumento para legitimar la normativa vigente e impedir que otros se dirijan hacia nuevos caminos. Lo que no se dice es que, en otras ocasiones, también resultaron positivas y sirvieron como punto de arranque para los cambios posteriores. Entonces, cuando la autoridad los confirma e, incluso, cuando recompensa y alaba más adelante a los que censuró con anterioridad, los más tranquilos y observantes caminan ya con buena conciencia por senderos que otros abrieron con una desobediencia fecunda y dolorosa.

Eduardo Lopez Azpitarte

Recomiendo la lectura de P. J. GÓMEZ SERRANO, “El miedo en la Iglesia hoy”, Sal Terrae 98 (2010) 695-709.

A pesar de los años pasados, resultan todavía interesantes los artículos de G. FOUREZ, “Transgresion et morale: une problematique”, Supplément 35 (1982) 5-18, y A. D’HAENEN, “De la trace transgressive. Probèmes e apports d’une analyse historienne de la transgression”, ib. 31-40.