Ante una situación como esta que he intentado exponer, tal y como hoy la vemos muchos, no resulta extraño que bastantes creyentes puedan experimentar ciertos conflictos en su conciencia. No me refiero ahora a los católicos, cuya vinculación con la Iglesia es demasiado periférica y superficial; sienten un claro desapego e indiferencia frente a las enseñanzas de la jerarquía; e, incluso, manifiestan su agresividad y rechazo contra una institución, cuya enseñanza creen que está lo bastante desacreditada, como para otorgarle la confianza que se les pide.

Pienso, sobre todo, en otras muchas personas que desean mantener su fidelidad y aprecio hacia esa función magisterial, pretenden mantenerse obedientes a sus enseñanzas, pero tampoco saben cómo actuar cuando alguna doctrina les resulta incomprensible. Su misma formación científica les hace descubrir que la fundamentación de una enseñanza no resulta tan clara como se presenta. Los problemas éticos son muchas veces demasiado complejos, y hasta entre los mismos científicos no existe unanimidad de criterios. En estas situaciones ¿es la obediencia la única alternativa posible?

No cabe duda que, en el campo de la moral, somos muchos los que desearíamos una cierta evolución en algunas de las exigencias éticas que se presentan al pueblo cristiano. No me refiero ahora a ninguna en concreto para no levantar discusiones, pero el deseo está presente en el corazón de muchos fieles .

Cualquiera que conozca un poco la historia de la Iglesia puede captar de inmediato cómo se ha dado una evolución en su doctrina, a veces, con retrocesos y vacilaciones. Me impresionó un texto de Benedicto XVI, en un libro dedicado a sus alumnos en 1967. Recogiendo una narración parabólica de Kierkegaard, cuando un payaso tuvo que ir a la aldea para avisar de un fuego en el circo y todo el mundo lo tomó a risa y no creyó en su grito de auxilio, comenta: “una imagen del teólogo a quien no se le toma en serio, si viste los atuendos de un payaso de la edad media o de cualquier otra época pasada. Ya puede decir lo que quiera, lleva siempre la etiqueta del papel que desempeña. Y, aunque se esfuerce por presentarse con toda seriedad, se sabe de antemano lo que es: un payaso. Se conoce lo que dice y se sabe también que sus ideas no tienen nada que ver con la realidad. Se le puede escuchar confiado, sin temor al peligro de tener que preocuparse seriamente por algo. Sin duda alguna, en esta imagen puede contemplarse la situación en la que se encuentra el pensamiento teológico actual” .

La valoración no deja de ser demasiado dura, pero me parece muy objetiva y realista, sobre todo por la autoridad del que se atrevió a escribirla. Es un toque de atención para evitar aquellas presentaciones que oscurecen aún más el rostro de Dios y lo alejan del mundo actual. Una dificultad que aumenta aún más, cuando hacemos referencia a los problemas éticos, que afectan más de cerca a la vida de las personas.

Quiero decir que la ética normativa, como conjunto de valores, no ha quedado configurada de manera definitiva y para siempre, sino que está sometida también a un proceso evolutivo. Los cambios culturales y científicos hacen que nos acerquemos a la realidad desde una óptica diferente. No en el sentido de un cambio constante, como si la moral fuera una veleta en manos del viento que sople, sino como actitud de búsqueda permanente para responder en cada situación, de la forma más humana y evangélica, a los problemas que se presentan. La vista cansada que necesita alejarse de los objetos, para contemplarlos mejor, será un defecto orgánico, pero se convierte en una condición necesaria para mirar con lucidez los acontecimientos de la historia. Esta evolución histórica tiene que provocar necesariamente momentos de crisis y vacilación, pues todo cambio rompe la estabilidad conseguida y supone un desajuste entre lo nuevo y la norma aceptada con anterioridad.

Mantenerse por completo fieles a los criterios tradicionales significaría condenar para siempre cualquier nueva experiencia que no se atenga a las normas anteriores. Aquellas nacieron para iluminar situaciones concretas de ese momento histórico, pero es posible que se consideren desfasadas para orientar las nuevas posibilidades que se presentan en el decurso de la historia. Existe en muchos la creencia ingenua de que la verdad ha sido ya descubierta por completo, sin otra posibilidad que repetir lo mismo de manera continua.

La moral sería, entonces, una ciencia estática, anodina, incapaz de responder a los interrogantes actuales que se presentan, pues la solución está ya buscada con anterioridad. Más aún, llegaría a convertirse en una fuerza opresora para impedir cualquier evolución, como a veces lo ha sido, y defender otras seguridades e intereses, que con frecuencia se esconden en algunas actitudes inmovilistas y radicalmente conservadoras. Hay fidelidades que no nacen por conservar un valor para defenderlo contra el desgaste del tiempo, sino por la inercia de una costumbre que ya no tiene sentido, o por la obstinación narcisista y cómoda del que prefiere la rutina, sin atreverse a recrear el pasado.

De la misma manera que la riqueza histórica y el patrimonio cultural de las generaciones anteriores no se pueden sacrificar en aras de cualquier novedad. Como si los descubrimientos y esfuerzos de nuestros antepasados hubieran sido totalmente falsos y en nada pudieran ayudarnos. Un trabajo y esfuerzo que requieren diálogo y discernimiento para encontrar lo mejor para la persona humana, que se identifica también con la voluntad de Dios. Pero lo mismo que existe una mentira que puede destruir el rico patrimonio heredado de la tradición, también se hace presente con frecuencia, lamentablemente, un espíritu mentiroso que no quiere abrirse a una verdad que se va gestando. La opacidad, en ambos acasos, se convierte en un impedimento para descubrir dónde se encuentra la luz que pueda seguir iluminando.

(Continuará)

Eduardo Lopez Azpitarte
Dr. En teología moral