He criticado siempre la existencia de una moral infantil tan frecuente en la praxis cristiana, que sabe muy bien lo que se ha de hacer, pero ignora y desconoce las razones de ese comportamiento. Es la dificultad actual de muchos padres y maestros que se siente incapaces de dar una explicación razonable a las nuevas preguntas que se les plantean . La eticidad de una conducta no radica en la revelación de Dios o en la enseñanza de la Iglesia. La autoridad, fuera de la legislación positiva, no puede ser nunca el argumento definitivo para probar la malicia de una acción. Esto significa que la normativa ética no puede tener otro punto de partida que la racionabilidad de la propia conducta. La tradición, el magisterio de la Iglesia, la misma palabra de Dios deben ser una fuente de datos importantes para tomar cualquier decisión posterior lo más honesta y objetiva posible. Pero una cosa es la ayuda para evitar potenciales errores y subjetivismos exagerados, y otra cosa muy diferente es aceptar la licitud o inmoralidad de una conducta por el hecho de estar mandada o prohibida.

Todos los autores que han tratado sobre el desarrollo del sentido moral insisten en que esta autonomía, aunque se designe de diferentes maneras, es la meta de todo proceso educativo: que el individuo esté convencido de cómo y porqué tiene que actuar . El planteamiento mismo de santo Tomas, cuando habla de la ofensa a Dios, es extraordinariamente moderno: “Dios no se siente ofendido por nosotros si no es porque actuamos contra nuestro propio bien” . Esto significa que, cuando algo se considera incorrecto o pecaminoso, todo ser humano tiene derecho a pedir una explicación para que pueda actuar a partir de un convencimiento personal y no por el simple hecho de estar mandado. Santo Tomás vuelve a recordarnos que “el que evita el mal no por ser mal, sino por estar mandado, no es libre, pero quien lo evita por ser un mal, ése es libre” .

Dicho de otra manera, no se puede presentar una doctrina como ética y exigir una sumisión sin argumentos racionales. Por fe aceptamos una serie de verdades que no se explican con justificaciones humanas, sino por la autoridad de Dios que se revela, pero las obligaciones éticas no pertenecen a ese mundo de misterios. Es cierto que la confianza en la autoridad es suficiente para los que no conocen ni desean saber las razones que existen, pero esa misma autoridad tiene que estar capacitada para dar una justificación razonable siempre que alguien se la pida.

No creo que exagere mucho si subrayo el valor excesivo que han tenido los argumentos de autoridad. Desde pequeños nos enseñaban con toda exactitud cómo debía ser nuestro comportamiento, pero apenas si se preocupaban en dar una explicación razonable de por qué hay que actuar de esa manera. En el fondo, quedaba siempre una motivación oculta, pero muy eficaz: Era una condición indispensable para obtener el cariño insustituible de nuestros padres, la estima y el aprecio de las personas que nos rodeaban y, sobre todo, la amistad con Dios que, como creyentes, resultaba aún más importante. Una fundamentación muy heterónoma, basada sobre todo en el miedo a perder el afecto y cariño de los demás.

El riesgo de una conciencia autoritaria

Todo esto explica por qué se forma con tanta facilidad una conciencia autoritaria, como un mecanismo espontáneo del psiquismo humano. El aspecto más característico reside en que sus determinaciones e imperativos no nacen por un juicio de valor sobre la conducta, por un convencimiento racional de que así hay que comportarse, sino por ser simplemente mandatos de la autoridad. La educación, como algunos han criticado, sería una especie de chantaje afectivo para mantener un control sobre las conductas ajenas; un autoritarismo que impide el proceso hacia formas de autonomía indispensables para la madurez personal. No dudo que estas etapas están vinculadas con nuestra psicología. Lo lamentable es que este proceso, que debería ser una etapa pasajera, se estabiliza de forma permanente. Son muchos los que viven con una conciencia manipulada e ignorantes de esta situación, pues resulta mucho más cómodo y tranquilizador que enfrentarse con la propia autonomía y responsabilidad .

Lo más peligroso de esta situación es que la autoridad termina por hacerse anónima y, si no convierte al individuo en un auténtico esclavo, hace de él un autómata que se deja llevar por el conformismo. Las reflexiones de Fromm, para explicar la génesis de esta estructura en el ámbito sociológico y político, son aplicables también al mundo psicológico . En cualquier hipótesis, la subordinación está mantenida no por motivaciones racionales, sino por los influjos, muchas veces inconscientes, del mundo afectivo. Los sentimientos de miedo, inseguridad, admiración o cariño hacen que el subalterno renuncie a pedir explicaciones y se entrega sin más a la voluntad del que decide.

Esta mentalidad quedó bastante reflejada en una encíclica de Pío X cuando afirmaba que “la Iglesia es por su naturaleza una sociedad desigual; comprende dos categorías de personas: los pastores y la grey… Solo la jerarquía mueve y dirige… El deber de la grey es aceptar ser gobernada… En cuanto al pueblo no tienen otro derecho que dejarse conducir y seguir dócilmente a sus pastores” . Para ofrecer una seguridad mayor que fomentara una actitud de docilidad, se ha recordado siempre, sin que ahora pretendamos negar esa ayuda, la asistencia especial del Espíritu para evitar el error en las enseñanzas de la Iglesia.

Hay que reconocer, sin embargo, como ya he dicho, que hoy vivimos en una sociedad donde se respiran otros valores diferentes. La Iglesia no es una democracia ciertamente; pero de la misma manera que incorporó en otros tiempos elementos muy significativos de la sociedad monárquica, como la forma más adecuada de gobierno, también hoy podría recoger ciertos aspectos de nuestra cultura actual que no ve con buenos ojos una autoridad absoluta. Aunque algunos teólogos pretendan lo contrario, el papado no debería considerarse con los atributos de una monarquía absoluta. La igualdad de los bautizados ante Dios, que con tanta fuerza se proclama, debería expresarse también en su propia estructura, sin menoscabo ninguno de su inspiración evangélica.

(Continuará)

Eduardo Lopez Azpitarte
Doctor en moral católica y profesor emérito
de la Facultad de teología de Granada