Una entrevista con el nuevo secretario de Estado del Vaticano, Pietro Parolin, en el diario El Universal de Caracas, despertaba gran expectación en los medios. Preguntado sobre el celibato, Parolin dijo: “No es un dogma de la Iglesia y se puede discutir, porque es una tradición eclesiástica”. Esto era sabido, pero ello no impidió que se diera por seguro, en titulares de aquí y de allá, que el papa Francisco tiene en mente acabar con el celibato de los sacerdotes. Siempre se quiere satisfacer la avidez por la novedad, pero hay pocas cosas que gusten más que anunciar una buena revolución en la Iglesia católica.

La presión para que la Iglesia se modernice de una vez por todas
se hace particularmente visible justo antes y después de la elección de un nuevo Papa. La idea es: déjense de antiguallas, de anacronismos y conservadurismos y adáptense a los tiempos que corren. Algunos, los llamados teólogos progresistas entre ellos, advierten siempre de que si no cambia para conectar con la sociedad, continuará perdiendo fieles, vocaciones e influencia. En el recetario suelen figurar cosas como el fin del celibato y la ordenación de mujeres, que son muy vistosas y señalizan aquello que los modernizadores anhelan: la ruptura con la tradición.

Dar lecciones de adaptación a una institución como la Iglesia resulta un tanto ridículo. Lleva ahí dos mil años, de manera que quien puede dar lecciones de adaptación es ella. Es un viejo debate éste de la adaptación de las Iglesias a la Modernidad, o ya a la posmodernidad, y los partidarios suelen obviar los resultados de la experiencia. Tómese el caso de la Iglesia anglicana en relación a una de las innovaciones que siempre se proponen para acercarse a la sociedad: el sacerdocio femenino. Los anglicanos lo admiten desde hace 30 años, sin que ello les haya librado de sufrir una masiva deserción de fieles, como señala Francisco José Contreras en su recién publicado Liberalismo, catolicismo y ley natural.

Contreras dice que cuestiones como el celibato, la ordenación de mujeres y otros juguetes favoritos de los teólogos disidentes hacen perder de vista que “lo esencial hoy día no es cómo se organice y gobierne la Iglesia sino la pura y simple desaparición de la fe”. Bueno, para los defensores del acomodo de la Iglesia al espíritu de los tiempos eso no es un problema. La Iglesia plenamente amoldada a la sociedad secularizada que propugnan sería una asociación con fines caritativos y asistenciales vagamente relacionada con la espiritualidad. Una suerte de ONG con unos empleados, los sacerdotes, que apenas se diferenciarían de un empleado, pongamos, de banca.

Se dice que suprimir el celibato eclesiástico ayudaría a resolver el gran problema de la falta de vocaciones. Quizá, pero ¿y los problemas que generaría? Aunque lo más seguro es que aquellos que esperan y desean cambios revolucionarios en la milenaria institución se queden con las ganas. No en vano el asunto de la Iglesia tiene que ver con lo inmutable.

Cristina Losada