(Sant 1, 27)

    La carta de Santiago dice: “Religión pura y sin defecto a los ojos de Dios Padre, es ésta: mirar por los huérfanos y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo”.

    Recuerdo aquí, y en el momento cruel que estamos viviendo, estas palabras de la carta de Santiago porque tengo la firme convicción de que si los obispos españoles se hubieran plantado y se hubieran echado a la calle, ante el sufrimiento de los parados, los desahuciados, los suicidados, los engañados, los desesperados, ahora mismo el reparto de los duros sacrificios, que está imponiendo la crisis, se habría planificado y se estaría gestionando de otra manera. De forma que nos parecería imposible e impensable que la distancia entre ricos y pobres, y la diferencia de ingresos entre unos y otros, en lugar de aumentar escandalosamente (que es lo que está pasando), estaría disminuyendo.

    Es verdad que los obispos se plantaron un día, el 20 de junio de 2005, contra el matrimonio homosexual. Y los vio todo el mundo manifestándose en la calle contra la ley que pretendía igualar, hasta en el nombre de “matrimonio”, la unión estable de dos personas del mismo sexo. No discuto si los obispos tuvieron o no tuvieron acierto y éxito en lo que pretendían. Lo que digo es que, en cualquier caso, se puede discutir si los obispos tienen o no tienen razón en sus planteamientos sobre la homosexualidad. Pero lo que no admite discusión es que la aparente neutralidad de nuestra Jerarquía eclesiástica ante las leyes que, por Decreto-Ley, el Gobierno actual aprueba cada semana, aprovechándose de su mayoría absoluta, leyes de las que se sigue la creciente irritación y hasta la desesperación de los sectores más pobres y desamparados de nuestro país, esas leyes son leyes encanalladas y que están envenenando la vida de los ciudadanos y la convivencia de las familias, sobre todo las familias de los pobres. Por no hablar de las consecuencias patéticas de las que nos enteramos sobre lo que ocurre en hospitales, escuelas, ayuntamientos, etc., etc.

    ¿Por qué repito aquí estas cosas que todos sabemos y lamentamos a todas horas? Porque, además del sufrimiento y la desesperación que evidentemente genera esta forma de gobernar, todo esto nos enfrenta a una pregunta que a obispos, a gobernantes, a todos los que nos interesamos por el tema religioso, nos tendría que poner la carne de gallina. La pregunta es clara: ¿Creemos realmente en Dios? Si religión pura y auténtica es preocuparse por quienes peor lo pasan en la vida (huérfanos y viudas, en las culturas antiguas), ¿qué fe tienen quienes dan las leyes que aumentan el sufrimiento de los más desgraciados? ¿qué religión practican los que van a misa y a sus cofradías pero al mismo tiempo dictan leyes que llevan a la gente más pobre a la desesperación del suicidio? ¿en qué Dios creen los que piensan y dicen que su preocupación es el matrimonio homosexual, al tiempo que no dicen ni palabra sobre los miles de criaturas que cada semana se tienen que ir a vivir a la calle? Quienes hacen eso, ¿creen realmente en Dios? Entonces, ¿es que estamos gobernados por ateos, por más que sean ateos convencidos de que tienen una fe de la que carecen?

    Termino: o el Nuevo Testamento no tiene pies ni cabeza; o quienes no tenemos ni pies ni cabeza somos los que estamos, por lo menos, permitiendo que suceda este descalabro.

  José M. Castillo