Lo pienso desde hace mucho y lo he escrito algunas veces. Aunque con frecuencia, lo olvido y me suben las rabias. Prometo no olvidarme. Resulta que la misa no tiene remedio. Como la Iglesia tampoco. Y pienso que es lógico. Tanto la misa soñada como la Iglesia soñada no tienen espacio en nuestro tiempo. Las utopías se inventaron para sembrar una esperanza, como droga para caminar, para dar sentido al camino.

Le pasó lo mismo al pueblo que condujo Moisés con aquello de la Tierra Prometida. Una tierra en la que abundaría leche y miel. Utopía en un horizonte que nunca se aproximaba. Pero sin la utopía de una tierra de verdes campiñas y viñas rebosantes no hubiera sido posible atravesar un desierto.

La misa y la Iglesia son como una tierra prometida hacia la que caminamos en medio de una aridez, a veces insoportable. No es posible convertir una utopía en realidad. No está en nuestras manos el que una utopía deje de ser tal y aparezca en carne y hueso. La misa y la iglesia no tienen remedio porque son utópicas: la “mesa del Señor” y el “reino del Padre” son la realidad de la otra orilla. Ahora lo vemos todo como en un espejo de plomo bruñido en el que solo se intuye o se sueña una imagen.

A esta conclusión llegué después de recorrer los templos a mi alcance: ¿Dónde asistir a una misa? Agustinos, franciscanos, sacramentinos, clero secular ¡Dios, qué desastre! Desastre, no sólo en los ritos, no sólo en las oraciones, ni sólo en el conocimiento del evangelio, desastre en el desconocimiento de lo que se está haciendo allí.

Claro, la reacción es lógica: No volver más por allí. Y andaba en esas, cuando caí en la cuenta de que el desastre no sólo estaba en el templo, sino que también estaba en mí. Ilusamente yo buscaba una utopía. La realidad se impone semana tras semana: los asistentes son de todos los colores y edades. No sólo viejos como yo. Da la impresión de que la homilía se la saben antes de oírla. Llevan muchos años oyendo lo mismo. Casi todos hacen un esfuerzo por cantar. Y nos damos la mano para comunicarnos la paz. Todos comulgamos. Cada vez descubro más devoción y humildad.

Pienso que mis estudios teológicos y litúrgicos serán buenos o regulares, pero llevan el peligro de separarme del pueblo real. Y Dios al que busco, está en el pueblo real. Dios no es una utopía. No creo que haya huido de las masas para manifestarse en medio de unas minorías de intelectuales “gnósticos” de pedigrí. Rezar con el pueblo al que yo llamó ignorante; ponerme en sus colas; pedir perdón, venga a cuenta o no; meter mis manos en una mesa que no existe, y beber de una copa que nadie me ofrece, es como meterme en una masa en la que poco a poco voy descubriendo al Padre en medio de hermanos reales.

¿Y la Iglesia? ¿Esa de cardenales y obispos que no encajan en mi idea del reino? Pues igual. Que caminamos por el desierto. Es tiempo de fe. Fe que va a ser, según parece, cada día más necesaria.

Luis Alemán Mur