En el pasaje evangélico de la adultera cogida in fraganti por los ortodoxos cumplidores, el problema no es el perdón de Dios. El drama parece evidente que es la cruel exigencia de unos contra otros en nombre de sus leyes religiosas. Aquí no falla lo religioso, falla lo humano. La crueldad de la sociedad está entre hombres y hombres, o entre mujeres y mujeres, o entre mujeres y hombres. Y este tipo de problemas hace la convivencia imposible.

La costumbre de enfrentar al hombre con Dios, o a Dios y el hombre ha imposibilitado profundizar en la novedad saneante que trae el evangelio.

En el primer “Ángelus”, el Papa Francisco ha caído en el recurso fácil de repetir lo del perdón continuo de Dios hacia los hombres. Pues no. En este evangelio concreto de lo que se trata es de no despellejemos  unos a otros, ni siquiera con la excusa de meter a Dios en nuestra convivencia.

Los ortodoxos no acuden a Jesús como a Dios. Jesús no habla como Dios. Jesús es un profeta que va descubriendo la mentira y la hipocresía de su sociedad. Al que es muy difícil coger en un renuncio. Y Jesús demuestra, una vez más, que no es justo, no es limpio, no es sincero apoyarse en una Ley,  por muy sagrada que sea, para apedrear a una mujer.

Entre otras cosas, porque nadie tiene derecho de acusar a los demás. Ni siquiera los santos: ¿Dónde están los que te acusan? Pues yo tampoco.

El Papa Francisco hizo un fervorín devoto. Pero no explicó el evangelio. Para sanar la mente envejecida y sucia de la Iglesia hubiera sido muy conveniente explicar el evangelio tal como es. No era hora de hablar del perdón de Dios sino de la hipocresía de los hombres. No se puede pedir perdón a Dios con los bolsillos llenos de piedras.

Con toda humildad, pero con el evangelio en la mano

Luis Alemán Mur