Después de cincuenta años de la inauguración del concilio Vaticano II, tomamos conciencia de los problemas, relacionados con la Iglesia, que aquel concilio dejó sin resolver. El concilio, como ya se ha dicho en las páginas de este libro, quedó incompleto. Pero, además de eso y como es lógico, los hombres que hicieron el Vaticano II no pudieron prever los años (y con ellos los nuevos problemas) que se avecinaban. Todos sabemos perfectamente que el mundo, la sociedad, la cultura, las formas de vida y las costumbres, la economía, la política, la presencia de las religiones sobre todo en los países más industrializados, todo eso y tantas otras cosas, han experimentado transformaciones tan rápidas y tan profundas, que inevitablemente el concilio de hace cincuenta años se nos ha quedado a todos como un traje o un vestido, que resultó admirable cuando estaba recién estrenado, pero que ahora no es ya un traje ni a la medida, ni para nuestro tiempo. No puede serlo. Porque ahora mismo nos urge afrontar problemas que, cuando se celebró el concilio, no se pudieron ni imaginar. Por eso, sobre la base de lo que dieron de sí los documentos del Vaticano II, concretamente los relativos a la Iglesia, ahora vemos como un asunto apremiante decir algo – por lo menos apuntar – las reformas que, hace medio siglo, quedaron pendientes. Reformas que, en este momento, urge retomar, para que el Vaticano II no se nos quede en el rincón de los recuerdos. Aquel concilio genial no puede quedar reducido en un mero recuerdo para la historia. Además de historia, en el concilio tenemos que encontrar vida para nuestra vida. Es lo que pretendo indicar en este Capítulo Final de la nueva edición de La Iglesia que quiso el Concilio.   

 
 

         La Iglesia, ¿el “nuevo” Pueblo de Dios? 

         La primera y más fundamental aportación, que hizo el Vaticano II para la teología de la Iglesia, estuvo en que cambió de raíz la idea que los cristianos debemos tener sobre lo que es esta Iglesia nuestra. Hasta entonces, los manuales de eclesiología, e incluso los catecismos, solían definir a la Iglesia como “sociedad perfecta” regida por la Jerarquía, es decir, por el papa y los obispos. Esta idea, meramente jurídica y societaria, fue sustituida por una definición evangélica y sacramental, a saber: la Iglesia como “congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación” (LG 9, 3). Pues bien, a la Iglesia, así entendida, se la denominó el “nuevo Pueblo de Dios” (LG 9, 1). Una idea bíblica, que expresa una concepción comunitaria y no simplemente  una explicación jurídica y organizativa.

         Por esto – y con toda razón -, en los años siguientes al concilio, la teología explicó y ponderó ampliamente cómo y por qué, en la Iglesia, antes que su organización jerárquica, lo que más interesa y más se ha de fomentar es su experiencia comunitaria, vivida y expresada mediante los sacramentos. Esta es la razón por la que se antepuso el capítulo del Pueblo de Dios (cap. II) al capítulo que analiza la Constitución Jerárquica de la Iglesia (cap. III). A juicio del Vaticano II, en la Iglesia está antes el pueblo, la comunidad de los creyentes, que la jerarquía, la estructuración jurídica de ese pueblo.

         Hasta aquí, todo perfecto. Pero, en el excelente capítulo segundo de la Constitución sobre la Iglesia, se incurrió en una expresión equívoca que entraña un peligro preocupante. Se definió a la Iglesia como el nuevo Pueblo de Dios. Con todo el respeto, que se merece la obra genial del concilio, y admitiendo (por supuesto) el fundamento que tiene esa expresión en el Nuevo Testamento (1 Pe 2, 9-10), en el que, por lo demás, nunca se habla de un “nuevo laos” (“nuevo pueblo”) (H. Frankemölle), es importante tomar conciencia de que, al denominar a la Iglesia como “el nuevo Pueblo de Dios”, podemos cometer (sin darnos cuenta) “una estrategia de expropiación y desheredamiento espiritual” frente a Israel. Porque, como es sabido, durante mucho tiempo la Iglesia sostuvo frente a Israel una funesta teoría de “suplantación”. Sin preocuparse demasiado de lo que hacía, la Iglesia se auto comprendió a sí misma como el “nuevo Israel”, como la “nueva Jerusalén”, como el “auténtico” Pueblo de Dios, interpretando así a Israel, con sesgo minusvalorativo…, como si en la historia post Christum natum ya no hubiese sitio para ese Israel bíblico” (J. B. Metz). 

         Si a esto sumamos los auténticos insultos que les hemos echado en cara a los hijos de Israel, como sucedió en la liturgia del viernes santo, que estuvo en vigor hasta los años 60 del siglo pasado, cuando se pedía a Dios “por los pérfidos judíos”, sin duda para que se convirtiesen (¡?) de sus errores y maldades, ¿nos vamos a extrañar ahora del antisemitismo, que los cristianos hemos fomentado durante siglos de persecuciones, expulsiones, odios y holocaustos, de los que ahora tenemos sobradas razones para avergonzarnos? La Iglesia nunca debería olvidar que tiene sus raíces en Israel, que Jesús fue un judío ejemplar, y que lo mismo los cristianos que los israelitas tenemos motivos, más que suficientes, para suplicar con humildad un sincero perdón mutuo y una auténtica reconciliación. De ahí que la Iglesia, en este momento, asumiría una decisión ejemplar si tuviera el coraje de pedir perdón a Israel y suprimir la denominación de ella misma como el nuevo “Pueblo de Dios” que un día usurpó, reconociendo que Pueblo elegido de Dios no ha existido, históricamente, más que uno. Y ése ha sido el Pueblo de Israel.

 
 

                  El poder en la Iglesia

         En el capítulo 9 de este libro, al explicar quién tiene el poder supremo en la Iglesia, de dónde procede ese poder, quién lo concede y cómo se debe ejercer, fue necesario analizar, como es lógico, el poder que corresponde al papa y el que corresponde a los obispos. Y, además de eso, se debió analizar también de qué manera ambos poderes se tienen que coordinar y armonizar en el gobierno de la Iglesia.   

         Este asunto es capital, en toda institución religiosa. Y, por supuesto, en toda institución humana. Saber quién manda sobre nosotros y cómo tiene que mandar, los límites de ese poder y los derechos que corresponden a quienes libremente quieren permanecer en la institución (la Iglesia, en este caso), todo eso es algo por lo que todos nos preocupamos. Porque a todos nos concierne vivamente. Sobre todo, si tenemos en cuenta que, a poco que se piense en este asunto, enseguida se advierte la distancia enorme que existe entre el modo de ejercer el poder, tal como de eso se habla en los evangelios, y el modo de ejercer el poder, tal como de eso se habla en la historia del papado y del episcopado, en las enseñanzas de papas y concilios, en el Derecho Canónico y en la vida diaria de la Iglesia.

         Ante todo, Jesús prohibió tajantemente a los apóstoles ejercer el poder como lo ejercen “los jefes de las naciones” (Mc 10, 42-43; Mt 20, 25-26; Lc 22, 24-27). Pero ahora nos encontramos con que el papa es el único monarca absoluto que queda en Europa. Y, además, ejerce su poder de forma que no deja margen alguno para que sus súbditos puedan afirmar que ellos poseen el ejercicio de los derechos humanos dentro de la Iglesia. Un monarca absoluto que, a estas alturas, priva a sus súbditos del ejercicio de los derechos humanos en la Iglesia que preside, ¿cómo puede presentarse ante el mundo diciendo que él representa a Jesús y es el fiel transmisor de sus enseñanzas? En esto hay algo muy grave, que no cuadra y que requiere una reforma urgente.

         En el citado capítulo 9 de este libro, ya quedó explicado cómo el concilio, en el capítulo tercero de la Constitución sobre la Iglesia, al exponer en qué consiste su “Estructura Jerárquica”, afirmó de forma insistente que el papa es quien posee la “potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia” (LG 22, 2). Pero ocurre que, a renglón seguido, el mismo concilio añade que “el orden de los obispos” “es también sujeto de suprema y plena potestad sobre la universal Iglesia” (LG 22, 3). ¿Significa esto que en la Iglesia hay dos sujetos de suprema potestad?  Si la potestad es suprema, no puede ser sino única. Pero, entonces, ¿cómo se armonizan esas dos afirmaciones, en el mismo concilio y en el mismo número del mismo documento?

         Es importante caer en la cuenta de que
no estamos ante una simple cuestión de curiosidad histórica o de agudezas especulativas de los teólogos. Se trata de un asunto de enormes consecuencias prácticas. Por poner un ejemplo: si un día tenemos un papa que, por edad o por enfermedad, da muestras suficientes de que ya no está capacitado para  ejercer un cargo de tanto peso y de tanta responsabilidad, ¿podrían reunirse los presidentes de las Conferencias Episcopales y, en el ejercicio de la “Colegialidad Episcopal”, deponer al papa enfermo o incapaz y convocar un conclave para elegir a otro Pontífice? Es importante y urgente – como se ve – tener muy clara la solución que se le ha de dar a la relación entre el poder papal y el poder del episcopado.

         Pues bien, así las cosas, y dado que el texto de la Constitución sobre la Iglesia no resolvió este asunto capital, fue el papa Pablo VI quien zanjó la cuestión introduciendo, al final de la citada Constitución, la “NOTA EXPLICATIVA PREVIA”, que el secretario del concilio, Pericles Felici, leyó ante la asamblea cuando el texto constitucional iba a ser sometido a la definitiva votación. ¿Qué pretendió Pablo VI al añadir esta Nota a la doctrina sobre la Iglesia, aprobada por todo el concilio? Muy sencillo: afirmar que, en la práctica y a la hora de la verdad, el poder supremo en la Iglesia lo tiene únicamente el papa. Así de claro y así de fuerte.

 
 

         Para justificar esta decisión, Pablo VI echó mano de la distinción, establecida por la teología escolástica tardía (s. XIV), entre la potestad de orden y la potestad de jurisdicción. La primera se concede por “la consagración episcopal”, es decir, cuando el obispo recibe, en la ordenación sacramental, la plenitud del sacramento del orden, el episcopado. La segunda (la de “jurisdicción”) se obtiene por “la comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del colegio” (episcopal).  Por tanto, a juicio de Pablo VI, un obispo es verdaderamente tal cuando, además de estar “ordenado” (haber recibido la ordenación episcopal), recibe (además), por decisión del papa, la jurisdicción necesaria para ejercer el episcopado.

         La misma Nota afirma, sin tapujos ni rodeos, lo que Pablo VI quiso  al añadir esta decisión doctrinal a lo que ya el concilio había aprobado: “Necesariamente hay que admitir esta afirmación para no poner en peligro la potestad del Romano Pontífice”. La cosa, pues, está clara: el poder supremo en la Iglesia lo tiene un solo hombre. Y lo tiene en plenitud y sin limitaciones. Ese único hombre, que acumula todo el poder, es el papa.

         Ya unos años antes del concilio, en 1955, el gran especialista en teología de la Iglesia, que fue Y. Congar, escribió en su Diario: “Veo cada vez con más claridad que el fondo de todo es una cuestión de eclesiología, y me doy cuenta de cuáles son las posiciones eclesiológicas que están en causa. Mi estudio de la historia de las doctrinas eclesiológicas me ayuda a ver las cosas con toda claridad. Todo parte de esto: en Mt 16, 19 los Padres (de la Iglesia) vieron la institución del sacerdocio o del episcopado. Para ellos, lo que se fundó en Pedro fue la ecclesía. Dicho esto, los Padres, algunos de ellos al menos (¿los occidentales?), admitieron, dentro de la ecclesía, la primacía canónica  del obispo de Roma. Sin embargo, la propia Roma, y esto a partir, tal vez, del siglo II, pensó las cosas de otra forma. Ella vio en Mt 16, 19 su propia institución. Para ella (la iglesia de Roma), los poderes no pasan de Pedro a la ecclesía, sino de Pedro a la sede romana. De suerte que la ecclesía no se forma solamente a partir de Cristo, vía Pedro, sino a partir del papa [el subrayado es mío]. Es evidente que, si se admite esta manera de pensar, se manipula el Evangelio de forma que se viene a poner, a fin de cuentas, en boca de Jesús la fundación del papado, del Vaticano y hasta de la Curia vaticana, para que sea el Vaticano (con su Curia) quien nos diga cómo tenemos que vivir el Evangelio.

         Por esto, nadie debería sorprenderse de que el canon 129, del vigente Código de Derecho Canónico, afirme con tanta seguridad como tranquilidad que la “potestad de régimen” o “potestad de jurisdicción” “existe en la Iglesia por institución divina”. Sin embargo y en realidad, semejante afirmación no tiene fundamento alguno. Porque los historiadores del Derecho occidental han demostrado sólidamente que fue Bartolo da Sassoferrato (1313-1357), profesor de la universidad de Bolonia, quien inventó la teoría jurídica de la iurisdictio, como procedimiento para evitar la tiranía de los ayuntamientos de la Italia del s. XIV (E. Cortese,  P. Costa, D. Quaglioni).

         En definitiva, el enorme problema del poder en la Iglesia (su origen, su naturaleza, sus límites, el modo de ejercerlo), un asunto tan decisivo para cualquier ciudadano del mundo y para poder también empezar a entender y vivir el Evangelio, está (a estas alturas) sin la debida elaboración teológica, que es tan necesaria, tanto para quien ejerce el poder como para quienes tenemos que soportar sus consecuencias. ¿No es ésta una de las cuestiones más urgentes que tendría que resolver la Iglesia?

 
 

         La Curia Romana

         Resulta sorprendente que, siendo la Curia Romana un instrumento de poder tan fuerte en manos del papa, para el gobierno de la Iglesia universal, de dicha Curia apenas se habla, tanto en los documentos del concilio Vaticano II, como en el vigente Código de Derecho Canónico. En todo el concilio, sólo se hace una mención de la Curia en el Decreto Christus Dominus, que trata sobre el Ministerio Pastoral de los Obispos. Y es notable que esa única mención, que se hace en el concilio, es para pedir al papa y a todo el episcopado que los “dicasterios” de la Curia “sean reorganizados de nuevo según las necesidades de los tiempos y con una mejor adaptación a las regiones y a los ritos, sobre todo en cuanto al número, nombre, competencia, modo de proceder y coordinación de trabajos” (CD 9, 2). Por lo que se refiere al Código de Derecho Canónico, no es menos sorprendente que, en un cuerpo legal de 1752 cánones, solamente se dedique uno de esos cánones (el 360) a la Curia Romana.

         Por tanto, nos encontramos con este hecho: siendo la Curia el instrumento de poder más determinante, que tiene el papa para el ejercicio de su  gobierno sobre la Iglesia en todo el mundo, ni el concilio ni la legislación oficial de la Iglesia explican detenidamente qué es la Curia, cómo funciona, qué poderes tiene, cómo ejerce tales poderes y qué consecuencias se siguen de ese misterioso sistema de ejercer el poder. Lo único, que quedó claro en el concilio, es que el episcopado de todo el mundo expresó su desacuerdo con el sistema organizativo y el modo de proceder de la Curia. Y, en consecuencia, el mismo concilio en pleno le pidió al papa que reformase la Curia. En los años, que siguieron al concilio, Pablo VI intentó cumplir con el encargo que el Vaticano II le había encomendado. Pero es bien sabido que, a la hora de la verdad, la Curia pudo más que el papa. Y la consecuencia, que resultó de todo aquello, es que la Curia, en lugar de ser reformada, salió reforzada. De forma que, en este momento, la Curia Romana ejerce un poder más universal y más eficaz que antes del concilio. Lo que es cierto hasta tal extremo que, en no pocos asuntos de considerable importancia, es bien sabido que quien manda en la Iglesia no es el papa, sino los cardenales presidentes de determinados departamentos y oficinas curiales, en el lenguaje eclesiástico, los distintos “dicasterios”. 

         ¿Tiene solución este estado de cosas? Lo más lógico e inmediato debería consistir en que la Curia dejara de ser un cuerpo de “funcionarios” al servicio del papa. Y, en lugar de eso, se convirtiera en un cuerpo de “representantes” del episcopado de todo el mundo. Sólo así, la “colegialidad episcopal” podría ejercer la misión que le compete. Y el papado contaría, no con la colaboración de clérigos que pueden sentir la tentación de ascender en un supuesto (pero muy real) escalafón eclesiástico, sino con la aportación de pastores de la Iglesia, que, como sucesores de los apóstoles, comparten con el obispo de Roma la misma misión, que Jesús el Señor les confió.

         En todo caso, lo que no admite duda es que, de acuerdo con la más segura teología del apostolado y del papado, la tendencia dominante, en las próximas décadas, tendría que orientarse en el sentido de que el sucesor de Pedro sea el obispo de la diócesis de Roma, que permita a todos los cristianos del mundo elegir a sus pastores. Y que él mismo, siguiendo el ejemplo de Gregorio I (san Gregorio Magno), pueda decir con toda sinceridad que el título de “papa universal” es una apelación “altanera”, “pomposa”, “soberbia”, “sacrílega”, “blasfema”, “perversa” y “estúpida”. Esto decía Gregorio Magno en  el año 595, convencido de que “universalidad” equivalía a “totalidad”.  Lo que supone que, si el obispo de Roma se erige en “papa universal”, se apodera de lo que corresponde a sus demás hermanos en el episcopado (M. Sotomayor, H. Grisar, L. Magi…). Es evidente que, mientras esta tarea no se acometa a fondo, dejamos intacta la verdadera reforma de la Iglesia. 

 
 

         El Estado de la Ciudad del Vaticano

         El concilio no hace alusión alguna a que el papa sea un jefe de Estado, ni se refiere en ninguna parte al Estado de la Ciudad del Vaticano. Lo cual quiere decir obviamente que el título y los poderes de jefe de Estado, que ostenta el papa y que muestra pomposamente por todo el mundo, ni pertenecen a la teología del papado, ni por tanto son  un artículo de la fe cristiana. Los católicos, en consecuencia, no tenemos obligación religiosa alguna de creer en esa cualidad y en esos poderes que ostenta el actual sucesor de Pedro. Sabemos, por otra parte, que es falso el fundamento histórico en el que se ha basado, durante siglos, el argumento de la llamada “Donación de Constantino” (J. Fried, D. MacCulloch). Y son tristemente conocidas las consecuencias que se ha derivado de esa presencia del papa como soberano, que, en un sentido muy real y no poco conflictivo, aparece ante el mundo como una especie de “poder superior” a los demás poderes. Lo que da pie a gastos suntuosos, al mantenimiento de una economía de dudosa legitimidad, a intereses poco o nada evangélicos y a una extraña ejemplaridad que, en amplios sectores de la opinión pública, produce más rechazo que acogida y motivación para la fe de quienes buscan a Dios.

 
 

         Teología cristiana y derechos humanos

         La teoría y la puesta en práctica de los derechos humanos ha sido una conquista tan decisiva, para las gentes y para la cultura de nuestro tiempo, que cualquier forma de pensamiento, o cualquier conjunto de creencias, cualquier organización social, cultural o de simple convivencia, que no asuma la doctrina y la praxis de los derechos humanos, está llamada, en  estos tiempos inevitablemente al fracaso, a la marginación, incluso  a la exclusión.  

         Así las cosas, se comprende la decreciente y pobre presencia que tiene la teología cristiana, el pensamiento del papa, de los obispos y del clero, en la cultura y en la solución de los problemas más acuciantes que estamos viviendo en este momento. Piénsese, por ejemplo, en la escasa o nula influencia que está teniendo la doctrina social de la Iglesia en los numerosos y enormes problemas que ha planteado la crisis económica que estamos sufriendo. Recientemente ha circulado por todo el mundo lo que el cardenal Carlo M. Martini dijo poco antes de morir: “la Iglesia lleva doscientos años de retraso respecto a la cultura vigente en la actualidad”.  No es una exageración. Por desgracia, es una verdad tan exacta como humillante.

         Por esto se comprende que, si para algo sirven, en la escena pública, determinados puntos del pensamiento teológico cristiano, es para alimentar el fanatismo de los grupos más fundamentalistas, que, obcecados en sus visiones parciales y sesgadas de la realidad, producen la impresión de que el futuro de los ciudadanos y de los pueblos depende, sobre todo, de las decisiones que se adopten en determinadas cuestiones relacionadas con la sexualidad, con la defensa de la vida humana en sus inicios (aborto) y en su final (eutanasia) y, en el caso de los católicos, en la desmesurada importancia que se le concede a lo que piensa y dice el papa. Cosas a las que esos grupos, obcecadamente integristas, defienden con más intransigencia, en lo que dice el papa, que lo que expresamente enseña el Evangelio. Y esto, hasta el extremo de que, en determinados asuntos, se tiene la impresión de que el papa ha terminado (en la práctica) por suplantar a Jesús, como las enseñanzas y disposiciones vaticanas suplantan, tantas veces, lo que enseña o prohíbe el Evangelio.  

         Pues bien, estando así las cosas, la reforma, que quedó por concretar en el concilio, y que más urge realizar, es la reforma de la teología. La jerarquía eclesiástica se empeña en seguir manteniendo la fidelidad a una teología que fue pensada en un modelo conceptual y expresada en un lenguaje que hoy no le dice casi nada a casi nadie. Una teología que no afronta los verdaderos problemas que hoy tiene la mayoría de los ciudadanos. Una teología que se transmite en un lenguaje obsoleto e inexpresivo sobre todo para las generaciones más jóvenes. Y una teología, sobre todo, que está estructurada de forma que sus enseñanzas son incompatibles con la aplicación de los derechos humanos en el interior de la Iglesia y en no pocos asuntos (algunos de ellos muy serios) de la vida civil. Ahora bien, una teología así, no puede tener actualidad. Ni puede tener futuro. Con esta teología, la Iglesia se irá quedando cada día más bloqueada en sí misma. Y, por tanto, con menos  capacidad de influencia en las creencias y en las esperanzas que anhelan tantas personas de buena voluntad.

         El problema está en que la teología cristiana se suele hacer desde unos dogmas que no admiten interpretación posible. Y hasta se hace desde afirmaciones que no son dogmas de fe, por ejemplo, la prohibición terminante de que las mujeres puedan ser ordenadas de presbíteros. No existe dogma alguno sobre ese asunto. Pero ocurre que los dogmas y las verdades que afirma el Catecismo de la Iglesia se elaboraron para responder a problemas que se plantearon – muchos de ellos –  hace cientos de años. Hoy ya no tenemos los problemas de entonces. Hoy buscamos a Dios acuciados por otros problemas. Y necesitamos otras respuestas. Pero ocurre que ni esos problemas se pueden afrontar, ni las respuestas que necesitan tales problemas se puede ofrecer. Reconozcamos que la teología no se hace desde la libertad para pensar a fondo los problemas que se nos plantean.

         Por desgracia, en los seminarios y en los centros de estudios teológicos, hay miedo y, con frecuencia, lo que se impone es el miedo a pensar y el miedo a decir lo que se piensa. Ahora bien, mientras este estado de cosas no quede resuelto, la teología católica seguirá empobrecida y atascada, sin poder abordar los problemas que hay que resolver y, por tanto, sin darles la respuesta que necesita la gente.

         No será un despropósito recordar, de nuevo, lo que el profesor Congar escribió a su anciana madre, el 10 de septiembre de 1956: “El papa actual, sobre todo desde 1950, ha desarrollado hasta la manía, un régimen paternalista consistente en que él, y sólo él, dice al mundo y a cada uno lo que hay que pensar y cómo hay que actuar. Pretende reducir  a los teólogos al papel de comentaristas de sus discursos, sin que, sobre todo, puedan tener la veleidad de pensar algo, de tener cualquier iniciativa fuera de los límites de ese comentario: excepto, lo repito, en un margen muy estrecho, perfectamente acotado y vigilado, de problemas sin consecuencias”. En los años que siguieron al concilio, sobre todo desde que se inició el largo pontificado de Juan Pablo II, esta tendencia, que ya advertía Congar en los años finales del papado de Pío XII, se ha acentuado notablemente en la Iglesia católica.

         Como es lógico, aquí no se trata de presentar un proyecto para la renovación de la teología. Lo que se pretende, en este libro, es que tomemos conciencia del enorme problema que representa, en este momento, el empobrecimiento de la teología. Y la necesidad apremiante de que todos los creyentes en Jesús pongamos los medios, que correspondan a cada uno, para que se encuentren caminos de solución a este problema tan acuciante de la debida reforma. 

 
 

La presencia de la Iglesia

         El concilio se preocupó por renovar la teología de la Iglesia. Y por eso habló extensamente del papado, del episcopado, del clero, de los religiosos, de los laicos. Y determinó lo que corresponde, tanto en el poder como en sus obligaciones, lo que corresponde a cada uno de estos conceptos y sus contenidos. Pero el mismo concilio, que precisó hasta donde pudo cada uno de los temas mencionados, no trato, ni precisó, ni explicó un tema capital. El tema de la presencia de la Iglesia en este mundo, en la sociedad en la que vive y actúa la comunidad de los creyentes en Jesús. Aquí es capital tomar conciencia de que este tema es decisivo, mucho más importante de lo que algunos se imaginan o pueden sospechar. 

         Para explicar este asunto, tan fundamental para la Iglesia, empecemos diciendo que la Iglesia es la comunidad de los que creen en Jesús y le siguen según el modelo de vida que él nos dejó. Por supuesto, en la Iglesia es importante el papado, el episcopado, el ministerio presbiteral, la vida religiosa, el laicado, los dogmas de fe, la teología y la liturgia de los sacramentos, todo eso y mucho más. Pero antes que nada de eso, la Iglesia tiene que afrontar y resolver la cuestión capital que se refiere a cómo se hace presente, en la vida de la gente y en la sociedad, todo este  enorme conjunto de grandes realidades.

         La mayoría de la gente, incluso la gente culta, gente de estudios y títulos, se rige en la vida más por lo que ve, palpa y siente, que por los saberes que aprendió en el colegio o en la universidad. Con esto, se trata de afirmar que la presencia dice más, influye más, motiva más que todas las ideas o las verdades. Pero el hecho es que el concilio se preocupó a fondo de ideas y verdades, y sin embargo apenas se interesó por la presencia, es decir, cómo se hacen presentes en la vida los dirigentes de la Iglesia y los simples fieles que somos miembros de la Iglesia.

         Esto supuesto, es elocuente el uso que hacen los evangelios de los verbos que se refieren a los sentidos: ver, oír, tocar, gustar…: “que la gente vea vuestras buenas obras y glorifiquen al Padre del cielo” (Mt 5, 16). Según los evangelios, la fe entra por los sentidos. El ciego “vio y creyó” (Jn 9, 37 s). Tomás “vio y creyó” (Jn 20, 28). Los primeros discípulos “vieron donde vivía y se quedaron con Jesús” (Jn 1, 39). El ciego de Jericó “vio y siguió a Jesús alabando a Dios” (Lc 18, 43). Impresiona la correlación de textos en los que consta que la experiencia de lo que se ve, se siente, se toca, como algo presente que se palpa, eso es lo que motiva la fe.

         Por otra parte, están las tremendas diatribas de Jesús en las que les echa en cara a los “fariseos hipócritas” su empeño por parecer y aparecer como en realidad no son. La presencia de aquellos hombres estaba pensada y vivida desde su preocupación y su empeño por “la buena imagen”, no por lo que realmente eran en la vida. Eso es lo que fustiga Jesús en el sermón del monte: organizar el cumplimiento de la religión “para que lo vea la gente”: los ayunos, las limosnas, la oración, la “presencia hipócrita” (Mt 6, 1 ss). Eso, ¡jamás! De ahí que Jesús fue tan duro con la “presencia farsante” de los hombres de la religión, en asuntos de vestimentas, títulos, puestos y cargos que cada uno ostenta o pretende ocupar (Mt 23, 1-36; Mc 12, 38-40; Lc 1137-52; 20, 45-47). Es posible que, en la redacción tan fuerte y cortante de estos textos, influyó la confrontación que se produjo entre cristianos y judíos a partir del año 70. Pero, en todo caso, la insistencia de los cuatro evangelios en el rechazo frontal de Jesús a toda imagen pública de ostentación, de falsa religiosidad, de superioridad sobre los demás, eso tiene que corresponder a lo que realmente pensaba el mismo Jesús. Y si en eso puso tanto empeño, tanta fuerza y tanta firmeza, sin duda alguna es que en ello vio un peligro muy grave para la experiencia religiosa y para el posible encuentro con Dios.  Esto, sin duda, es lo que explica por qué el cristianismo primitivo fue visto “como un fenómeno de comportamiento social desviado” (G.Theissen). Como explica también que “Jesús aceptó la función más baja que una sociedad puede adjudicar: la de delincuente ejecutado” (Id.). Consecuencia: “Por su estilo de vida, los cristianos eran personas marginadas en la sociedad; pero, por sus convicciones, representaban valores centrales de dicha sociedad” (id.). 

         Ésta es la forma de presencia en la sociedad que la Iglesia hoy no acepta, no soporta, no quiere de ninguna manera. Y aquí hablo, sobre todo, de los dirigentes de la Iglesia. El papa, el obispo, el sacerdote, cada cual en su nivel y en su rango, fuera de contadas excepciones, están persuadidos de que son, y tienen que aparecer, ante la sociedad y ante las instituciones públicas, como personas distinguidas, notables, intachables y siempre dotadas de unos poderes que están por encima del resto de los mortales.

         Ahora bien, a partir de esta auto-comprensión de raíz, que tiene el clero de sí mismo, nacen todos los equívocos, las ambigüedades, las verdades a medias, los silencios incomprensibles, las insistencias machaconas en cosas que alejan a mucha gente de Dios, de la religión y de la propia Iglesia.

         Las consecuencias, que habría que deducir para remediar este estado de cosas, son interminables. En cualquier caso, habría que insistir en tres cuestiones capitales:

         1. La presencia “política” de la Iglesia. Desde el momento en que la Iglesia se presenta, no sólo como una institución religiosa, sino además como un Estado, desde ese momento se producen, inevitablemente, todos los equívocos, malentendidos y tensiones que eso lleva consigo. Porque da pie a que el papa y el Vaticano, cuando les interesa, se presentan como gestores de una misión religiosa. Y cuando les conviene, actúan desde los intereses políticos y económicos de cualquier Estado de este mundo. Y entonces se produce la confusión de “lo sagrado” y “lo profano”, “lo religioso” y “lo civil”, de forma que nunca se sabe, a ciencia cierta, dónde están los límites de lo uno y de lo otro. Lo que genera situaciones de profundo malestar, y hasta fuertes tensiones, en asuntos de tanta importancia como son los problemas relacionados con el derecho, la familia, la educación, la economía, etc. Y, además, esto lleva consigo que la Iglesia aparece siempre con la tendencia a favorecer y asociarse con quienes más la favorecen a ella, que suelen ser lógicamente los partidos de la derecha política.  Con lo que grandes sectores de la población quedan automáticamente desplazados fuera de la religión.

         ¿Por qué el Vaticano tiene que presentar nuncios y embajadores o tiene que pretender acuerdos, concordatos, legislaciones, que favorecen los intereses de católicos y clérigos, con el consiguiente rechazo de quienes ven de otra manera tantos asuntos que son enteramente discutibles? Y quede claro que, mientras el Vaticano sea un Estado y el papa un monarca absoluto, todo esto no tendrá solución. Y será siempre un impedimento para la presencia del Evangelio en la sociedad. 

 
 

         2. La presencia “social” de la Iglesia. Desde el papado de León XIII, a finales del s. XIX, la Iglesia se ha interesado vivamente por la “cuestión social”. Y su “doctrina social” se ha ido matizando, ampliando y enriqueciendo de forma notable. Pero la historia se ha encargado de poner en evidencia un hecho doloroso. La doctrina social de la Iglesia no ha servido para resolver la dramática situación de los trabajadores y de los pobres de la tierra. Ni ha tenido una influencia eficaz en la solución de las grandes crisis económicas que hemos tenido que soportar en el último siglo: la gran depresión del 29 y la actual crisis de la economía global. 

         ¿Significa esto que la doctrina social de la Iglesia está mal planteada y no aporta soluciones? No es éste ni el sitio ni el momento de discutir esas cuestiones doctrinales. Sólo hay un hecho muy claro, que es determinante: la institución eclesiástica, empezando por el Vaticano, está perfectamente instalada e integrada en el sistema económico capitalista. Ahora bien, desde el momento en que esto es así, la Iglesia está incapacitada para denunciar proféticamente las injusticias, desigualdades y violencias (incluso las más brutales) que la economía mundial desencadena en detrimento grave sobre todo de los pueblos y grupos humanos más pobres, más desamparados y más necesitados. De ahí que la gran mayoría de los discursos eclesiásticos, a la hora de hablar de justicia, de derechos humanos o simplemente de explicar el Evangelio, todo eso, suene a palabrería hueca, vacía y con un alcance real escaso o nulo. Si a esto sumamos los escándalos de la economía vaticana, de determinadas diócesis o de algunas órdenes religiosas, entendemos sin dificultad que la Iglesia se ha quedado muda en una situación como la que estamos viviendo en estos tiempos de crisis aplastante. El concilio no dijo nada de esto. Pero sobre esto hay que hablar sin miedos ni tapujos. Y hay que hablar a los más altos niveles del gobierno eclesiástico. Además, urge hacerlo pronto. 

 
 

         3. La presencia “evangélica” de la Iglesia. Si algo hay claro, en la vida y en las enseñanzas que nos ofrecen los evangelios, es que Jesús no se hace presente desde los “privilegiados”, sino desde los “últimos” de este mundo. Sin embargo, los responsables de la dirección de la Iglesia dan la impresión de que se han empeñado en ver las cosas al revés de como las presenta el Evangelio. En el interior de la Iglesia, los hombres defienden privilegios a los que no tienen acceso las mujeres. Los clérigos poseen celosamente privilegios que está vetados a los laicos. Los obispos tienen privilegios que no están al alcance de los simples sacerdotes. Los cardenales ostentan privilegios a los que nunca llegarán los que no pasan de obispos. Y el papa acumula la plenitud del poder y de la dignidad sin limitación legal alguna, al menos tal como eso  reza en el Derecho Canónico. Teniendo en cuenta que, cuando aquí hablamos de “privilegios”, no nos referimos a los “poderes sacramentales” que se derivan de la fe. Nos referimos a la “dignidad sagrada”, que se traduce en magnificencia, boato, presencia pública, apariencia, grandiosidad, etc. Las ceremonias del Vaticano o de tantas catedrales son el ejemplo más elocuente de lo que aquí se indica. Y es lo que, en estos tiempos que vivimos en los que la cultura de la imagen tiene una fuerza que no sospechamos, ofrecen una forma de presencia de la Iglesia católica que contradice literalmente cuanto dice el Evangelio sobre lo que fue la vida y el mensaje de Jesús. Es evidente que todo esto tiene que cambiar de raíz, si es que queremos asumir, con todas sus consecuencias, una verdadera renovación de la Iglesia. Mientras la presencia de la Iglesia en la sociedad no evoque otra forma de entender la vida, otros valores, que tienen que orientarse por el camino de una mayor humanidad y una bondad sin limitaciones, no será posible obtener  el aggiornamento, la “puesta al día”, que el concilio Vaticano II pretendió afrontar y resolver.

José Mª Castillo