Hace unos dos años en las parroquias de Granada se repartió un folletito con instrucciones sobre la forma de estar en cada momento de la misa. Por supuesto la gente siguió moviéndose según su costumbre. Y es que las instrucciones diseñadas por el devoto obispado granadino llevaban al movimiento continuo: de pie, sentado, arrodillado, de pie, de rodillas, sentado. Un sin vivir. Quizá la intención era “dar vida y movimiento” al santo sacrificio de la misa.

 Considero el tema de transcendencia. En principio, esa normativa es signo de que no se sabe qué es la misa. La liturgia acumuló multitud de gestos rituales para el pueblo y el clero, que antes del último concilio estaban lacrados bajo penas de infiernos, excomuniones y demás salvajadas. Eran misas de hormigón. Secas, de fe interior. Era como una cuestión entre Dios y el cliente arrodillado.

 El Vaticano II tuvo la genialidad de comenzar la reforma de la Iglesia, reformando la Misa. Efectivamente se hizo mucho. Pero el pánico dejó la obra en sus comienzos. Y es que para una reforma en profundidad de la misa la liturgia, hay que revisar toda la teología católica. Y a eso el clan vaticanista nunca estuvo dispuesto.

 Con frecuencia hemos dicho que es un error considerar la misa como un santo sacrificio, para sublimar los sacrificios del Antiguo Testamento o los de cualquier religión primitiva. Tampoco es la liturgia de los cristianos una invocación de lo sagrado mediante multiplicación de ritos ininteligibles. Sería una aberración pagana creer que la liturgia de los cristianos produce la presencia de Dios por la ejecución de un rito.

 La misa es una celebración. Una especie de fiesta que celebran los católicos, cada domingo. ¿Y qué celebran? La certeza que tienen de que Dios nos ama. Somos un pueblo que cree que Dios nos ama. La misa es un acto de fe en nuestro Dios, que es Padre. Y esa fe rompe en una oración comunitaria que un representante entre los reunidos dirige al Padre.

 ¿Y por qué sabemos que Dios nos ama? Porque Dios Padre hizo posible la realidad de Jesús de Nazaret, nacido de mujer. Uno de nosotros que lleno del Espíritu del Padre nos enseñó a ser humanos, libres ante cualquier poder, hermanos e hijos del mismo Padre. Y nos enseñó cómo es el Padre.

 El creyente sale de la Eucaristía más alegre, más hermano y reforzada la certeza de que Dios le ama como Padre. De rodillas, nunca: Somos un pueblo libre que se siente hijo de Dios. De pie en el evangelio para oír la palabra de Jesús y en el llamado Canon porque alguien se dirige al Padre en nombre de todos.

 Nuestras misas están rellenas de mucha morralla, adherencias de épocas imperiales, medio paganas y plagadas de errores. Todo muy lógico y comprensible. Pero erradicable.

 
 

 Luis Alemán Mur