(Capítulo 16)

Como cristianos necesitamos celebrar nuestra fe con los que creen como nosotros: Expresar nuestra fe en común. Es preciso que se manifieste en común la vida que llevamos por dentro. La fe invisible se hace visible a través de nuestro cuerpo.

 La eucaristía no se puede llamar liturgia. La eucaristía no es una continuación “bautizada” de la liturgia del Antiguo Testamento. La liturgia para el Antiguo Testamento, y para otras religiones, es el culto a Dios, o dioses, administrado y realizado por sacerdotes, en santuarios y altares. Entre los cristianos, el culto es la vida. Toda la vida de un creyente en Jesús es un culto. Liturgia para nosotros es el servicio a los demás:

 Romanos 15, 16: “El don recibido de Dios me hace celebrante de Jesús para con los paganos: mi función sacra consiste en anunciar la buena noticia de Dios”

 “La conclusión, que se desprende del análisis de los textos del Nuevo Testamento en relación al culto litúrgico, es que éste quedó radicalmente transformado a partir de la muerte de Cristo. (Estudiar despacio la carta a los Hebreos). Frente a la concepción del Antiguo Testamento que es estrictamente sacral y sacerdotal, el Nuevo Testamento representa un cambio decisivo: la liturgia es la vida misma, la vida de fe de los creyentes en servicio de los demás” José María Castillo. Eucaristía y vida, hoy

 
 

 En la eucaristía, lo que hacen los cristianos no es ofrecer un culto a Dios sino que se reúnen, con más o menos frecuencia:

 – Para expresar en común su interioridad.

– Para “celebrar” juntos la identidad que llevan por dentro.

– Para expresar la alegría ante el único misterio: sentirse amados por Dios.

 El cristiano necesita una comunidad. Necesita expresar su fe. No es viable una fe permanente a solas y a secas. Vivir en aislamiento la nueva vida de Jesús es querer que viva y crezca una planta sin oxígeno: Ramas, hojas, flores y frutos pierden su vigor y belleza. A veces no hay más remedio. Pero ese “a veces,” si es por mucho tiempo, acarrea enfermedades y raquitismos.

 Los que ya somos mayores recordamos los aislamientos seudo místicos fomentados por un catolicismo de posguerra española. Visión en penumbra de la “vida” cristiana representada por el interiorismo de Pío XII, frente a la brisa revitalizante de Juan XXIII. Y es que en la época preconciliar la soledad, el aislacionismo, eran la atmósfera del cristiano. Comunidad como yuxtaposición de individuos en silencio, bajo un mismo tejado. Ejemplo esperpéntico, el de los celebres monjes cartujos a los que León XIII tuvo que obligarles a hablar entre ellos, al menos una tarde a la semana.

 
 

La “celebración eucarística” podrá ser en grupos pequeños o en multitud. Más íntimas o más solemnes. No es lo mismo un día de Navidad, un domingo de Pascua de Resurrección o un día normal. Pero siempre para afirmar la vida, en medio de tanta muerte. Porque nos reunirnos para celebrar juntos la base de nuestra certeza: hay un Amor que sostiene la historia. El creyente en Jesús es un ser humano que no puede sentirse solo.

El cura, las escrituras, el sermón o catecismo, el pan y vino no bastan para misa se convierta en eucaristía cristiana. Crecimos bajo el énfasis del precepto dominical, pero ni nos enseñaron, ni aprendimos a sentirnos felices sintiéndonos hermanos bajo la mirada del amor del Padre. ¡Con la falta que nos hace!

Luis Alemán Mur