(Capítulo 13)

 
 

Si Vd. estudia el Nuevo Testamento, es decir las cartas de Pablo, los cuatro evangelistas, los Hechos contados por Lucas, y así se entera de dónde viene la mesa en recuerdo de Jesús, le será muy difícil acudir a una misa dominical de cualquier parroquia o a su catedral católica. Si va a misa con la pretensión de compartir y de “hacer esto en memoria de Jesús”, saldrá con la sensación de ser un mal cristiano. Porque aquello no le va.

 Y aquello a lo que Vd. asiste es el resultado de un fraude que se fraguó a lo largo de la Edad Media católica. Una traición al Evangelio y a la memoria de Jesús.

 Duro es decirlo, pero mucho más duro es no reconocerlo. La Cristiandad nacida en Roma es un sucedáneo gigantesco del Evangelio de Jesús y de la comunidad nacida en su memoria. No busquen ningún pasaje en el Evangelio de Jesús que pueda ser leído, sin sonrojo, en la Capilla Sixtina o junto a las columnas de S. Pedro. El Vaticano, su historia y todo lo allí almacenado, resulta cada día más indigesto, con aspecto de estafa evangélica. El Vaticano comenzó a principios del siglo IV.

 La Eucaristía o, lo que es lo mismo, la mesa en recuerdo del Maestro, fue transformada en el altar del nuevo imperio. Sólo cabría preguntase si fue la profanación de la mesa del Señor lo que facilitó la estafa de la Iglesia, o viceversa.

 “Volver a las fuentes” esa fue la nostalgia que corría por la sangre de las minorías creyentes tras la segunda guerra mundial. Volver a Jesús, volver a los evangelios. Aquella nostalgia desembocó en un Concilio. En el fondo, el Concilio fue una batalla contra el Sistema Medieval. Contra una enorme mentira oculta como un pecado mortal no confesado. Curiosamente, el Concilio empezó por estudiar, lo primero, la liturgia, es decir la “mesa del Señor”. Pero Roma es vieja y lista. Con “la Iglesia hemos topado”. Quizás Jesús no supo que las “fuerzas del infierno” le esperaban en Roma.

 Roma aceptó reformas concretas: hablar el lenguaje del pueblo y no el sagrado latín; presidir de cara al pueblo, sin darle la espalda; abandonar la piedra sagrada y poner una mesa cerca del pueblo; frenar y eliminar la multiplicación de gestos (¡26 señales de la cruz durante el breve canon!); resaltar el papel de la asamblea de los hermanos

 Soltó algunas riendas, pero se quedó con el monopolio.

 No es posible devolver la mesa a los comensales mientras Roma se quede con el rito, con el menú, y con el comisario eclesiástico que preside. El pueblo cristiano seguirá siendo rebaño. Manada que aguanta una homilía inaguantable. Una manada obediente que acepta por obediencia, miedo o fe, todo lo que le echen: con tal de salvarse en la vida eterna. ¡Simplemente, una estafa! Mientras Roma se reserve las llaves de la otra vida, poco se puede hacer en esta.

 En consecuencia, queridos hermanos, toda comunidad de creyentes en Jesús que pretenda vivir su fe con los hermanos, debería buscarse él por su cuenta, el despliegue de su fe. Sin romper con Roma, pero prescindiendo de Roma. Buscarse la vida como mejor pueda.

 Ah!, el Concilio -muerto Juan- se convirtió en una bella, solemne y litúrgica estafa. Costó demasiado dinero, sembró demasiadas ilusiones, alimentó demasiadas esperanzas.

 Roma eliminó los grandes temas. Roma es especialista en grandes manipulaciones.

 La esperanza se riega y crece en la iglesia de base.

 ¿No se cansan Vds. de mirar a Roma?  

 Luis Alemán Mur