Liturgia de un pueblo humillado y perseguido

En Babilonia. Antes de Cristo

Cántico de Azarías. Dan 3, 37-40

Señor, somos el más insignificante de todos los pueblos

y hoy nos sentimos humillados en toda la tierra,

a causa de nuestros pecados.

En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes;

ni holocaustos, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso,

ni un lugar donde ofrecerte las primicias y alcanzar tu misericordia.
Pero acepta nuestra alma arrepentida y nuestro espíritu humillado,

como un holocausto de carneros y toros,

y millares de corderos cebados.
Que éste sea hoy nuestro sacrificio ante ti

y volvamos a serte fieles,

porque los que en ti confían no quedarán avergonzados.

Fin del exilio. Año 536 antes de C.

En Jerusalén

 Ciro de Persia los devuelve a su patria: Judea. En Babilonia, los israelitas empezaron a llamarse “judíos”: “los de Judea”. Ciro, fundador del imperio persa es considerado, en la Biblia, como un “ungido” de Dios  (Deuteroisaias, 45,1)

Gran parte del pueblo y dirigentes vuelven humillados, sin monarquía, sin Templo. El pueblo ha perdido a Yahvé. Las tragedias sirven tanto para acercar al hombre a Dios, como para separarlo de Él. Para muchos, no sólo fracasó Israel. También su Dios fue un fracaso. El fracaso de un pueblo deja al descubierto a su Dios. Comienza el ateismo. Yahvé pasa a ser un símbolo nacionalista, no una fe.

Sin rey -sacramento visible de Dios- el clero asume la responsabilidad de reconstruir la Nación y sus símbolos: Jerusalén y el Templo, Ley. El primer paso, la celebración de los sacrificios, centro de la liturgia que engancha con Yahvé y con el pasado glorioso.

Léase el Levítico. O mejor no se lea. Es un libro de consulta. El libro más pesado y menos cristiano de la Biblia, a pesar de contener auténticas joyas dispersas. Para horrorizarse véase el cap. 16.

El pueblo de Israel en manos del clero. Así lo encontró Jesús. La monarquía se quedó en caricatura. Nace la utopía del mesianismo. Se espera a un hijo de David. Mitad salvación, mitad revancha histórica.

Humillados y sin riquezas, nace una nueva espiritualidad: “Los pobres de Yahvé”. Algunos, buscando la santidad, huyen al desierto: Qumran, de donde vendrá con toda probabilidad, Juan el Bautista, profeta insatisfecho, siempre en búsqueda. Incluso es posible que el mismo Jesús haya pasado por Qumran, y allí conociera a Juan.

La nueva espiritualidad de los judíos añora, a pesar de las profundas humillaciones, reproducir tiempos pasados. Es verdad que el creyente israelí desarrolla su fe, y por fin ve que a Dios le interesa, sobre todo, el corazón, la humildad y la misericordia.

Sin embargo, sigue amontonando victimas en los altares. Es muy difícil arrancar un mito o una creencia, convertida, además, en negocio. Se sigue con el dogma de que la sangre tiene una virtud de salvación, y santificadora. A pesar de la humillación, y de la insistencia de los profetas en esta época, se reconstituye y se amplía la liturgia de los sacrificios.

Hoy, 2010, después de Cristo.

Seguimos con la misma creencia de que el sacrificio, los sacrificios, el dolor es redentor

El secretario de Estado del Vaticano, Cardenal Bertone contra el teólogo Álvarez Valdez: “Dios manda los males y sufrimientos porque el dolor es redentor”, según el magnate del Vaticano.

  • Llevamos todos, y lleva este señor Bertone, metido en los huesos el dogma pagano de que Dios necesita la prueba de la sangre, el dolor y la cruz.
  • Llevamos metida la historia de que Jesús subió a la cruz por mandato de Dios. Mientras, los hombres miramos atónitos y llamamos misterio a nuestra ignorancia o nuestra deformación.

Hemos incorporado a nuestra fe el horror de que sin sangre no hay salvación. La Puerta hacia el Padre está bañada en sangre.

  • Incluso hemos convertido la cruz, la sangre y el dolor en un misterio cristiano.
  • Hemos convertido la mesa de la fraternidad en la piedra del sacrificio.
  • Seguimos callados y no nos revelamos al constatar cómo unos pocos –los de ayer y los de hoy- siguen clavando en la cruz a los que buscan la liberación buscada por Jesús, a los que piensan sobre el Templo lo que pensaba Jesús, a los que movilizan al pueblo, como Jesús.

¡Que no, señores, que no!

Que la cruz la hicieron y la seguimos haciendo los hombres; que la cruz no es producto del amor de Dios.

Que la cruz fue el precio que pagó Jesús por querer abrir ojos, liberar a cautivos por miedos o ideas sembradas por otros, por soltar lenguas silenciosas, o por dar vida a los paralizados.

La cruz es la medida de hasta dónde llegó Jesús para ayudar al hombre, la obra del Padre.

Que la cruz no es un sucedáneo de sacrificio pagano, o un Antiguo Testamento bautizado. La Cruz no es un misterio. Es una canallada.

El dolor es la consecuencia del “hacerse” de la creación. Nada está terminado. Dios no ha creado cosas terminadas. Dios crea vida. La tierra, con el Universo, está en un continuo hacerse. El hombre está pariendo lo humano, y la humanidad sufre dolores de parto. Está naciendo.

En el Universo, y dentro de él la Tierra y la vida es un proceso de crecimiento. El hombre –último escalafón de la vida- camina hacia un final. Hasta que, por fin, “descanse en la paz” del Creador Padre.

En esta gestación continua nació Jesús, el de Nazaret, y asumió su papel. Como un hombre. No huyó. Se fió del Padre. Tuvo fe. Quiso liberar a los hombres que habían caído en las redes del Templo, en las trampas de la Ley, y bajo las botas del Poder. Sufrió las consecuencias. Los que no amaban a nadie y “honraban” sólo a Dios, lo eliminaron.

“Este es mi cuerpo”. No la espiritual, sino mi vida visible, tocable, comprensible.

-“Cuerpo” en lenguaje y mentalidad semítica: actividad visible del hombre.

-“Cuerpo” según nuestro pensamiento grecolatino: huesos, carne.

“Esta es mi sangre”. Doy hasta mi vida a cambio de vuestra liberación.

-Si alguno quiere seguirme, ya sabe hasta dónde estará dispuesto a llegar.

Os he enseñado el camino.

Quien se ame más a sí mismo no sirve.

Quien come este pan asume la vida que he llevado. Quien bebe esta copa, sabe a qué está dispuesto.

Lo cristiano no es hacer cruces. Las cruces las encontraremos hechas. La misión del creyente es ayudar a bajar a quienes cuelgan de las cruces, hechas por los poderosos, y por los templos y mezquitas, y por los terremotos.

Si la vida nos sube a la cruz, miremos a Jesús. Bebamos de su copa.

El mundo no necesita más altares de sacrificios sino mesas de hermanos. En nuestra fe no hay sacrificios santos, ni santos sacrificios. Sólo cuenta la vida entregada a los demás, incluso hasta derramar la sangre, si es preciso. Dejemos en paz a los corderos. No añadamos más sangre ni más dolor al mundo. Llevemos pan y vino, aunque nos cueste nuestra vida.

Soy consciente de la repercusión que debería tener, antes o después, esta forma de pensar en la espiritualidad, en la liturgia, en nuestro catecismo y en nuestro pensamiento y quehacer cristiano. ¡Ojalá sea así!

Luis Alemán Mur