Santa María Madre de Dios

Lc 2, 16-21

En aquel tiempo los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.

1. Lo primero que aquí llama la atención es que, para celebrar la fiesta de la Madre de Dios (nada menos que eso), la liturgia nos recuerda que Dios vino a este mundo en circunstancias, no sólo humildes, sino vergonzosas. Nació en un “establo”. Eso significa en el evangelio de Lucas la palabra phatnê (Lc 13, 15). Y lo acompañaron unos “pastores”, que no eran vistos como “pobres”, sino como “ladrones” y “tramposos”, gente despreciable. Estaba prohibido comprarles lana, leche o cabritos (J. Jeremias).

2. Se sabe que, para las gentes del s. I, el valor supremo no era el dinero, sino el honor. El Dios de Jesús se presenta en este mundo despojado de ambas cosas. El Dios de Jesús no aparece en el mundo revestido de poder y majestad. Ni puede ser representado por quienes van por la vida revestidos de poder y majestad. Los pobres que no encuentran posada (María, José), los tramposos despreciables (pastores) son los que dan “gloria y alabanza” a Dios.

3. El nombre de “Jesús” significa “Yahvé salva”. En aquella cultura, el nombre definía a la persona. O sea, Jesús es “salvación” (cf. Lc 2, 11; 2, 30-31). La lección es clara: la salvación no está en el capital, el poder y el honor. Está en aquello que el sistema desprecia: lo que representan María, José y los pastores. El capital, el poder y el honor nos han metido en la crisis que brota de la codicia. La solución no está en recomponer el sistema, sino en recuperar el Evangelio.