Israel ya era un pueblo de historia milenaria con Patriarcas y Profetas que clamaban para que sus gentes no se separaran de su Dios. En Egipto soñó con una tierra prometida. Más tarde, -580 años a.C.- el desastre nacional más humillante y doloroso de su historia fomentó el nuevo sueño de un Mesías salvador. El mesianismo nace en una desesperación. Pero en la espera de su mesías, la religión se transformó en la mejor tapadera para que unos pocos vivieran a costa de unos muchos. Los opresores vivían de los oprimidos. Los dirigentes utilizaron a Dios para vivir bien. Dios era el mejor aliado de la elite opresora. El cuento de un mesías rey nacionalista provocaba la sorna en las naciones e imperios de la época.

Fue un niño. Un niño de familia marginada. Tan marginada que los que recrearon su nacimiento, inventaron un árbol genealógico en la creencia de que descendería de David.

Pero aquel niño ni venía de David, ni nunca tendría aspiraciones de gobierno. Como todos los que proceden de la marginación oprimida estuvo especialmente cualificado para oler la corrupción de los opresores. Con su vivir y con su pensamiento se enfrentó sin ningún artilugio ni estrategia a cualquier poder que oprimiera al marginado. Ni la Ley (¡La Sagrada Ley!) ni el Templo se libraron de sus diatribas. Porque ni la Ley ni el Templo habían sido concebidos para esclavizar al hombre sino en defensa del hombre.

Lo único cierto de aquella primera Navidad es que todo se fraguó entre pobres y marginados. Una Navidad de marginados para marginados. Desde el primer momento quedó claro que aquel Niño iba a estar siempre entre los oprimidos, marginados y desarraigados. Por eso su mensaje, su vida y sus promesas sólo crecen donde hay desarraigo y marginación. La historia, que es muy terca en sus procedimientos, demuestra que aquel niño hecho hombre, aunque ya está junto al Padre, sigue siendo el Mesías de los pobres, los oprimidos. En medio de ellos comienza todos los días su historia de siempre. Jerusalén sigue sin enterarse.

Sin amigos, ni hay Navidad ni ha nacido en nosotros lo humano. Es triste la Navidad sin turrón o sin pan, pero es más triste sin un amigo cerca. Que no sea todo villancicos y cavas. Aquello que celebramos fue todo en silencio. El silencio alimenta más que el turrón y el langostino. Y no engorda.

Luis Alemán Mur