Para un gran sector de cristianos católicos, o incluso protestantes, las narraciones de los escritores Lucas y Mateo sobre el nacimiento y la infancia de Jesús son como un pequeño agujero oscuro tan difícil de explicar que es mejor no “meneallo”.

Los niños empiezan a conocer a Jesús a través de una estrella que anda, un pesebre, una mula, unos pastores, unos reyes magos y un Herodes que lo persigue. Cuando esos niños se hacen mayores no suelen encontrar un profesor, una comunidad cristiana o catequista que sepa y le proporcione un curso de iniciación para leer y comprender la Biblia. El resultado es que una gran masa de creyentes no pueda admitir la Biblia como fuente de verdades, o soporte de su fe. Al dejar de creer en la estrella, el folklore de Belén, en los reyes magos, se esfuma la verdad de Jesús.

Conviene reconocerlo. Los cristianos, y más aún los que asumieron la increíble responsabilidad de conducir, iluminar y alimentar a las masas, no han -o no hemos- sabido enseñar a leer la Biblia ni a los niños ni a los hombres de hoy. Los apóstoles, funcionarios de la Institución, desconocen el mensaje que anuncian.

Conviene reconocerlo. No sabemos explicar la literatura ni los contenidos bíblicos porque ni a nosotros nos lo enseñaron. Hemos padecido y seguimos padeciendo, sobre todo en España, una ignorancia y analfabetismo sobre las fuentes de nuestra fe. Nos presentamos desnudos de conocimientos frente a un mundo desarrollado, radicalmente distinto al que se dirigían los escritores bíblicos.

Esto ha sido posible, primero por la pereza congénita como la de aquel que escondió por miedo, el talento recibido. Pero también al hecho de que los dueños de la misión temieron, desde el principio, que cualquier avance en el conocimiento bíblico perturbara el orden establecido. Si no desde el principio, al menos desde que la “empresa” comenzó a ser rentable socialmente.

En unos evangelios bien leídos y comprendidos se entreve una comunidad cristiana distinta a la que vivimos oficialmente. La Iglesia de hoy es producto mucho más de una pecaminosa tradición que de los análisis serios del mensaje de los evangelios.

Para comprender el contenido de los evangelios es imprescindible conocer el mundo en el que vivió Jesús: sus formas de expresión; los códigos literarios al uso; la historia social de aquel tiempo y de aquellas regiones del mundo; la personalidad de los escritores a través de los cuales nos llega el mensaje o aquella historia; las lenguas a través de las cuales nos llegan las traducciones; el porqué y el cómo se escogieron estos cuatro de entre los muchos evangelios que había en el “mercado”.

Repito. Seguro que el estudio en profundidad de todo el Nuevo Testamento, con seriedad, y sin miedos, nos llevará algún día, a la gigantesca operación de adecuar la Iglesia al Evangelio. Un Evangelio conocido y aceptado con honestidad tendrá que enfrentarnos, si tenemos fe, a un apocalíptico examen de conciencia. El Evangelio depurará la Historia -¡fuente de verdad, pero también de errores y manipulaciones!

-No es posible un cristianismo sin un conocimiento en profundidad del mensaje de Jesús.

-No es factible una renovación eucarística sin comprender las comidas de Jesús, su última cena y el diccionario de las palabras.

-No es posible entender ningún sacramento sin haberlos estudiado en los evangelios.

-No es posible aceptar la estructura gigantesca de la Institución Eclesiástica sin someterla a una auditoría valiente de Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Pablo, Santiago.

-La Historia también es lugar teológico. Pero la Historia ha de ser tan estudiada como la Biblia.

Nos da miedo a todos estudiar el pensamiento de Jesús. Y sin embargo, sin el pensamiento de Jesús podemos ser sabios, buenos, rentables, piadosos, religiosos, obedientes, católicos. Pero nada de eso es suficiente para ser sus discípulos. Y ninguna Iglesia que no se conforme al pensamiento y vida de Jesús es la iglesia de Jesús.

Luis Alemán Mur