RATZINGER, simplemente sabio
Entre 1966 y 1975, yo era oficial del Vaticano. Para alejarse de su pésima reputación histórica, el Santo Oficio, antigua Santa Inquisición, se había dulcificado en Congregación para la Doctrina de la Fe. El Concilio Vaticano II había pedido universalizar la Curia Romana. Ese fue el contexto de mi nombramiento. Igual que el de otros cinco compañeros procedentes de cuatro continentes.
En 1967, se celebró el primer Sínodo de Obispos, auspiciado por el Vaticano II. Los 180 miembros del Sínodo aprobaron la creación de una Comisión Teológica Internacional. Pablo VI dio las órdenes oportunas al cardenal Ottaviani, Prefecto del Santo Oficio y luego a su inmediato sucesor, el cardenal Seper. Formé parte de un reducido número de oficiales con la misión de seleccionar a los mejores teólogos católicos. Entre los 30 teólogos, estaban dos de lengua española, Olegario González de Cardedal y Jorge Medina. Otros elegidos habían sido sospechosos o censurados antes del Vaticano II: Hans Urs Von Baltasar, Yves Congar, Henri de Lubac, Karl Rahner, Joseph Ratzinger. Todos ellos debían haber superado el filtro de sus respectivos obispos locales. Aunque el Sínodo pedía que la Comisión representara las diversas escuelas teológicas y la diversa procedencia geográfica, también de Oriente, no fue posible atender tales criterios.
Después del Vaticano II, los otrora teólogos díscolos o heterodoxos apenas eran innovadores. Sin embargo, en la euforia de su nominación, la Comisión Teológica propuso al Vaticano estudiar y profundizar aspectos tan actuales: el dogmatismo, la infalibilidad papal, la colegialidad episcopal, el evolucionismo, la divinidad de Jesús, la constitución jerárquica, el valor de la Biblia, la transustanciación eucarística, la indisolubilidad del matrimonio, el celibato obligatorio, el sacerdocio femenino el pluralismo teológico.
La Curia se atemorizó. Las propuestas cayeron en saco roto. Era una temeridad profundizar en los mismos fundamentos constitutivos de la Iglesia del siglo XX. La Comisión Teológica se marchitó y nunca revivió, aunque nominalmente sigue existiendo. Algunos de sus miembros hicieron carrera en esa Iglesia que habían intentado actualizar o cambiar. Gracias a su conformismo fueron premiados con el cardenalato o con prebendas eclesiásticas diversas. Ratzinger, también.
Desde 1966 Joseph Ratzinger aparece en los libros rojos de Annuario Pontificio. Primero, sólo como miembro de la Comisión de Revisión del Codex. Luego, como consultor en la Congregación para la Educación Católica. A partir de su incorporación a la Comisión Teológica Internacional, el Santo Oficio le solicitó algún que otro voto (dictamen) sobre cuestiones dogmáticas. Seguía siendo profesor en Tübingen y en otras universidades. Sus opiniones gustaban en el Dicasterio donde yo trabajaba porque rezumaban ortodoxia, respeto a la Tradición, nada de renovación. En 1977, a sus 50 años, fue nombrado arzobispo de Munich y casi inmediatamente Pablo VI lo creó cardenal. Lo más notorio de su labor como obispo local surgió recientemente con acusaciones de desidia en afrontar casos de pederastia de su clero.
En 1981, Juan Pablo II decidió traerlo a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y fue en el Palazzo del Sant’Uffizio donde, el maridaje con Wojtyla, mostró su auténtica cara de inquisidor. Son docenas los teólogos, profesores y escritores que sufrieron la deriva conservadora persecutoria de ambos jerarcas durante 25 años. Las heridas no están cicatrizadas. Algunos pensadores católicos, no pocos, tuvieron que abandonar sus cátedras y sus publicaciones. O se decidieron a dejar el estado clerical o incluso la Iglesia. Pláceme citar sólamente a Hans Küng, su viejo y coetáneo colega de docencia. Por negar la infalibilidad papal y poner en duda algunos otros dogmas, Küng sufrió el ostracismo, fue marginado hasta el punto de ser declarado teólogo no católico. Ratzinger, ya siendo papa, tuvo algún contacto con Küng, pero no hubo acercamiento ideológico y ni siquiera en sus últimos penosos años de vida quiso rehabilitarlo.
Tema principal de crítica a Ratzinger es la lentitud en el tratamiento de la pederastia en el clero. Como Benedicto XVI, se mostró más contundente que su predecesor. No lo suficiente. Y son muchos los observadores que ven en Ratzinger cardenal un cómplice de los errores de Juan Pablo II en esta materia. Sólo un ejemplo. El tratamiento amistoso con el superpederasta Marcial Maciel forma parte, como negra sombra, de la necrológica de Juan Pablo II. Pero también de la de Ratzinger, permanente confidente y mano derecha de Juan Pablo.
El Cónclave de 2005 colocó a Ratzinger en la sede episcopal de Roma y en el trono pontificio. Le valió su prestigio como antiguo profesor, como teólogo mundialmente reconocido, autor de numerosas publicaciones, muchas de ellas discutibles. El arte de gobernar desde la silla de Pedro y de la jefatura de la Ciudad del Vaticano estaba lejos del carácter teórico del sabio. Consciente de sus limitaciones, en un encomiable alarde de realidad, dimitió en 2005. ¿Incapacidad o cobardía? Hay algo innegable. El abandono del Concilio Vaticano II y el silenciamiento de muchos brillantes teólogos han impedido que la Iglesia se haya acomodado a nuestro tiempo. Francisco, su sucesor, ha venido a relativizar las doctrinas y priorizar las prácticas. Una senda más evangélica.