Similar a todos los niños. Tan vulgar como todos los niños. Hijo de una familia pobre de pueblo. Cuando se escribió este evangelio, los padres y el niño habían muerto. No existían históricos de aquel acontecimiento. Pero el escritor y evangelista era judío muy conocedor de las profecías. Y en ellas encontró el sentido de aquel niño que vivió anunciando el reino de Dios: predicando cómo era Dios; y lo que el Padre Dios quería de los hombres. Pero por eso mismo lo mataron en Jerusalén, lo sepultaron y su Padre Dios lo levantó de la tumba.

Como buen judío, el evangelista sin otra documentación fiable escribió la historia del nacimiento siguiendo a las profecías. Y los ángeles guiaron a través de sueños, para que ni el bueno de José, ni el malvado de Herodes se cargaran la historia.

Sólo a Dios se le puede ocurrir que para comunicarse a los hombres alucinados por la riqueza, el poder, los Palacios y los Templos decida presentarse como niño de ínfima clase social de un pueblo subyugado. Mirando los evangelios sin los artilugios literarios, (más o menos convenientes) habrá que repetir lo del centurión romano: “Verdaderamente éste era un niño de Dios”.

En el Gólgota hubo que añadir tinieblas durante tres horas, abrir tumbas y hacer temblar la tierra. Es compresible que en el nacimiento crucen el firmamento las estrellas, aparezcan ángeles que cantan y se pongan los Reyes en camino.

El lenguaje de Dios es tan rudo e incomprensible que tiene que venir la literatura para explicarlo. Lo que ocurre es que Dios no aprende. Por lo visto sigue hablando a través de los mismos signos. Y por lo visto seguimos sin entender. Nuestra tierra sigue llena de Gólgotas y de niños que nacen incluso en pateras. Y nosotros buscando a teólogos que nos digan por dónde anda Dios según las Escrituras.

Es el Jesús de la historia cruel, vulgar, oscura el que es el hijo de Dios.

Sin intención alguna de fastidiar, pero habrá que reconocer que el Jesús que verdaderamente nos desconcierta y del que seguimos huyendo es el Jesús de la historia. Sería un gravísimo error que tanto los cristianos como sus Instituciones eclesiales se dejen adormecer por el cántico de los ángeles o las tinieblas del Gólgota.

El Cristo de nuestra fe, nunca podrá escamotear al Jesús de la historia. Nuestra fe es para reconocer a Jesús allí donde esté. Nunca para eliminarlo.

Quizá sea la gran lección que nos quede por aprender tanto a la Institución eclesial como a simples creyentes. Urgente presentar al Jesús de la historia, a una sociedad aburrida.

Como creyente, siempre me gustó celebrar juntos la maravilla de que en un lugar sin nombre cierto, en un día de fecha desconocida, en un año de cálculo aproximado, se incorporó a la raza humana un niño que, como todos los niños, creció, y desarrollarse hasta aparecer como tan tocado por Dios que se atrevió a decirnos cómo era Dios, qué camino seguir para crecer, y qué éramos los unos para los otros.

Sus palabras produjeron una gran conmoción en los pequeños pueblos. Hasta el punto de que los que mandaban desde sus palacios temieron por ellos mismos, y pensaron que si le dejaban seguir hablando, perderían el mando y serían perseguidos como estafadores descubiertos. En consecuencia lo mataron.

Y esta creencia. Esta fe. Esta certeza la vivimos los que después de ellos seguimos creyendo en su palabra, en su muerte y en su resurrección. Y esta fe ha producido, durante muchos siglos y en nosotros, una certeza capaz de darnos una esperanza, una vida y un enfoque de la historia.

Pero cuando nació, no nació Dios. Nació un niño.

Luis Alemán Mur