Dios ya lo ha dicho todo y se ha quedado en silencio


Parece propio de nuestra humana condición la tendencia a calcular, medir, reservar, hacer recuentos y particiones. Y eso desde los tiempos del neandertal bíblico, cuando Abrán correspondía al banquete y la bendición de Melquisedec “dándole el diezmo de todo” (Gn 14,20), algo que,  de entrada, no parece gran cosa. También Jacob echó mano de su calculadora y,  después de reconocer que Dios le había protegido de manera asombrosa,  hizo esta promesa: “De todo lo que me des, te daré el diezmo” (Gn 28,22). El mismo Zaqueo, con reconocida fama de rumboso, no se arriesgó más allá de entregar “la mitad de sus bienes” y Jesús tuvo la elegancia de no preguntarle lo que pensaba hacer con la otra mitad y para cuándo la guardaba.

Da la impresión de que Dios está bastante hecho a la idea de que los humanos, “damos para lo que damos” y, como si hubiera hecho suyo el buen conformar del enamorado Gutiérrez de Cetina, viene a decir por boca de un profeta algo parecido a esto: “Ya que el diezmo me dais, dádmelo al menos”. Por eso aparecen en boca de Malaquías estas palabras sorprendentes:   “Esto dice el Señor: traed íntegros los diezmos al tesoro del templo para que haya sustento en mi templo. Y después, ponedme a prueba  y veréis cómo os abro las compuertas del cielo y vacío sobre vosotros bendiciones sin medida” (Mal 3,6-9).

Es una afirmación pasmosa, apenas recordada y medio  perdida en el último de los  profetas menores, pero que se merecería un lugar de honor  entre los textos de la liturgia navideña. Porque si hay un momento en que se cumple su profecía, es precisamente en este tiempo en el que Dios, escuchando por fin aquello de “Cielos lloved vuestra justicia”, abre las compuertas de sus bendiciones,  las hace llover  de manera torrencial y vuelca sobre esta gentencilla estrecha y mezquina que somos, el tesoro de su Hijo.

Frente a nuestros diezmos bien calculados, Él revela su condición pródiga y excesiva. Frente a nuestras mitades cuidadosamente reservadas, Él derrocha sin medidas ni  límites y la plenitud de su  bendición descansa sobre el Niño acostado en un pesebre.

No hay que esperar más palabras porque Dios ya lo ha dicho todo y se ha quedado en silencio. No hay que desear más dones porque no tenía más que ese Hijo y nos lo ha entregado.  Nos desconcierta este Dios silencioso y vaciado y  solo se orientan  en la oscuridad quienes como  María, los pastores o  los magos  guardan una centella de obstinada confianza en el corazón y siguen caminando y esperando.

Aunque sea de noche.