La historia del ser humano en la Tierra se resume en gran parte en un permanente conflicto contra el ambiente. Este proceso ha ido tan lejos que el ser humano ha llevado adelante una verdadera guerra contra la Tierra en todos sus frentes: en el suelo, en el subsuelo, en el aire y en el mar, siempre con la perspectiva de saquear y extraer más y más beneficios. En círculos científicos se dice que la acción humana sobre la tierra como un todo ha fundado una nueva era geológica: el antropoceno, que significa que los daños a la naturaleza no vienen de afuera, sino de la propia acción del ser humano, pensada y orquestada en su afán de extraer más y más beneficios para su vida. Tal hecho ha tenido como consecuencia el desequilibrio del planeta, que ha reaccionado enviándonos más calor, eventos extremos como inundaciones, huracanes y sequías, además de una gama creciente de virus, muchos de ellos letales, como el coronavirus.
El hecho es que hemos perdido la perspectiva del Todo. Nos hemos quedado únicamente con la parte. Ha ocurrido una verdadera fragmentación y atomización de la realidad y de los respectivos saberes. Se sabe cada vez más sobre cada vez menos. Tal hecho tienen sus ventajas pero también sus límites. Las ventajas, especialmente en la medicina que ha conseguido identificar los diferentes tipos de enfermedades y cómo tratarlas. Pero hay que recordar que la realidad no está fragmentada. Por eso los saberes sobre ella tampoco pueden estar fragmentados.
Dicho figurativamente: la atención se ha concentrado en los árboles, considerados en sí mismos, perdiendo la visión global del bosque. Peor aún, se ha dejado de considerar las relaciones de interdependencia que todas las cosas guardan entre sí. Ellas no están lanzadas ahí al azar, una al lado de la otra, sin las necesarias conexiones entre ellas que les permiten solidariamente vivir, autoayudarse y juntas coevolucionar,
Veamos los árboles: ellos tienen un lenguaje propio, distinto del nuestro, fundado en la emisión de sonidos. Los árboles hablan mediante olores que emiten y produciendo toxinas que envían a los otros árboles. Entre los iguales se establecen una relación de reciprocidad y colaboración. Con árboles distintos se entablan verdaderas batallas químicas en el afán de cada uno tener más acceso a la luz del sol o a nutrientes del suelo. Pero se hace siempre sin exceso, en una medida justa, de tal forma que el conjunto de árboles forman un rico y diverso bosque o selva.
En el caso humano, hemos perdido este equilibrio y la justa medida: se ha erosionado aquella corriente que relaciona a todos con todos, llamada Matriz Relacional. No hemos tenido en cuenta la amplia red de relaciones e interconexiones que envuelven al propio universo y a todos los seres existentes. No existe nada fuera de la relación. Todo está relacionado con todo en todas las circunstancias. Esa es la realidad de todas las cosas existentes en el universo y en la Tierra, desde las galaxias más distantes a nuestra Luna, y hasta las hierbas silvestres. Ellas tienen su lugar y su función en el Todo. En una elegante formulación del Papa Francisco en su encíclica Laudato si: sobre el cuidado de la Casa Común (2015) se afirma: «Todo está relacionado y todos nosotros, los seres humanos caminamos juntos como hermanos y hermanas, en una maravillosa peregrinación que nos une con tierno cariño al hermano Sol, a la hermana Luna, al hermano río y a la hermana y Madre Tierra… el sol y la luna, el cedro y la florecilla, el águila y el gorrión no existen sino en dependencia unos de otros, para complementarse y servirse mutuamente» (n.92; 86).
Si realmente todos estamos entrelazados, entonces debemos concluir que el modo de producción capitalista, individualista, que busca el mayor lucro posible a costa de la explotación de la fuerza de trabajo y de la inteligencia humana y especialmente de las riquezas naturales, sin darse cuenta de las relaciones existentes entre todas las realidades, contaminando el aire y envenenando los suelos con pesticidas, va a contracorriente de la lógica de la naturaleza y del propio universo que ligan y religan todo con todo, constituyendo el esplendoroso gran Todo.
La Tierra nos creó un lugar amigable para vivir pero nosotros no nos estamos mostrando amigables con ella. Por el contrario, la agredimos sin parar hasta el punto de que ella no aguanta más y comienza a reaccionar como si fuera un contraataque. Este es el significado mayor de la irrupción de toda una gama de virus, especialmente del Covid-19. De cuidadores de la naturaleza (Génesis 2,15) nos hemos vuelto su Satán amenazador.
Hasta la llegada de la modernidad entre los siglos XVII-XVIII, la humanidad se entendía normalmente como parte de la Madre Tierra y de un cosmos viviente y lleno de propósito. Se percibía ligada al Todo. Ahora la Madre Tierra ha sido transformada en un almacén de recursos y en un baúl lleno de bienes naturales a ser explotados.
En esta comprensión que ha acabado por imponerse, las cosas y los seres humanos están desconectados entre sí, siguiendo cada cual un curso individual. La ausencia del sentimiento de pertenencia a un Todo mayor, el no hacer caso al tejido de relaciones que liga a todos los seres nos ha vuelto desenraizados y sumergidos en una profunda soledad. Estamos poseídos por el sentimiento de que estamos solos en el universo y perdidos, cosa que la visión integradora del mundo, que existía anteriormente, lo impedía. Hoy nos damos cuenta de que debemos establecer un lazo de afectividad con la naturaleza y con sus diversos seres vivos e inertes, pues tenemos el mismo código genético de base, por lo tanto somos hermanos y hermanas (árboles, animales, pero también las montañas, lagos y ríos). Si no ponemos corazón en nuestra relación –de ahí la razón cordial– difícilmente salvaremos la diversidad de la vida y la propia vitalidad de la Madre Tierra.
¿Por qué hemos hecho esta inversión de rumbo? No hay una única causa, sino un conjunto de ellas. Pero la más importante y perjudicial ha sido haber abandonado la llamada Matriz Relacional, es decir, la percepción del tejido de relaciones que entrelazan a todos los seres. Ella nos daba la sensación de ser parte de un Todo mayor, de que estábamos incluidos en la naturaleza como parte de ella y no simplemente como sus usuarios y con intereses meramente utilitaristas. Perdimos la capacidad de encantamiento por la grandeza de la creación, de reverencia ante el cielo estrellado y de respeto por todo tipo de vida.
Si no cambiamos, podrá realizarse lo que el Papa Francisco advirtió en la encíclica Fratelli tutti: «estamos en el mismo barco: o nos salvamos todos o nadie se salva» (n.32). No estamos llamados a ser los agentes de nuestra propia destrucción sino a ser la mejor floración del proceso cosmogénico.