Da cierta vergüenza ser ciudadano cuando, ante perspectivas de poca agua y poca energía, se van tomando medidas de ahorro pero nos dicen que la derrochadora iluminación navideña de las calles de nuestras ciudades, “¡eso no se tocará!”. Mientras, el secretario de la ONU avisa de “un invierno de descontento global por la inflación y las desigualdades”.

Para hacernos una idea: Madrid gastó el 2020 tres millones y medio en esa iluminación, Barcelona superó los dos millones, con unos cien kilómetros de calles iluminadas. Málaga o Vigo pasaron del millón, al que se acercan muchas otras poblaciones… Multiplique por el número de ciudades y quizá le dará vértigo.

La sociedad de consumo prefiere recortar de lo útil, más que de lo inútil. ¿Hay que ahorrar energía? Pues que los pobres pasen frío, que no coman caliente y que sus hijos se gasten la vista tratando de estudiar con poca luz. Ya hicimos algo así para salir de la crisis del 2007 y no nos fue tan mal.

Las navidades han dejado de ser una fiesta cristiana. Pero, por aquello de que lo verdaderamente cristiano es profundamente humano, podíamos seguir tratando de celebrarlas de una manera laica. Ahora bien: si la navidad deja de ser también una fiesta de la mejor calidad humana, entonces “apaga y vámonos”.

Antaño aún podíamos decir que se encendían tantas luces en Navidad porque Cristo es “la luz del mundo”. Pero hoy la luz del mundo ya no es Cristo sino el consumo. Y se iluminan calles y plazas para que la gente compre. Nada más. Con ello, las navidades van dejando de ser también la fiesta de lo humano. Como poetizó Pere Casaldáliga: “¿para qué tu Navidad – si no hay gloria en las alturas ni en la tierra paz – Y a José y a María no les da ya lugar – ni dentro ni fuera de la ciudad?”

Siempre quedarán mil brasas o rescoldos de humanidad auténtica, sobre todo en relaciones o reencuentros familiares y en algunos usos tradicionales. Pero si la navidad va limitándose a celebrar el natalicio del “Consumocristo”, hijo del dios dinero, esas brasas se irán reduciendo también a ceniza.

Un viejo “pico de oro” (= Crisós-tomo) de la iglesia primitiva tiene frases muy duras sobre la inhumanidad del rico, y descripciones impresionantes de la situación infrahumana en que se mueven muchos pobres. De él aprendí a dividir al género humano en “inhumanos e infrahumanos”. En esa clasificación podrían tener sentido unas navidades que evoquen el nacimiento de lo humano. Pero si pretendemos celebrarlas con el derroche arbitrario e insolidario de algo que otros tanto necesitan, nos orientamos en dirección contraria y solo celebraremos el nacimiento de lo antihumano, que irá deshumanizándonos a todos.

Como no hay mal que por bien no venga, y aunque suba todo eso del megavatio hora, si continúa esa injusta iluminación de las ciudades, aprenderemos que quien manda en este país no son los llamados gobiernos, sino otros poderes económicos disfrazados, que son los que tienen la verdadera “cracia” de eso que llamamos demo-cracia (poder del pueblo).

La situación me parece tan escandalosa, que quizá las autoridades eclesiásticas podrían decir también una palara humilde en algo tan serio para un cristiano, como es la verdadera Navidad. Si esto no se da, quizá quepa convocar a todos aquellos que creen, no ya en Dios sino en la verdadera calidad de lo humano, para una huelga radical de consumo navideño. Aunque sea por razones distintas, el cristiano y muchos no cristianos considerarán que ese derroche energético de casi mes y medio es una estupidez. ¡Pues hombre!, al menos por cariño a todos esos que serán los verdaderos “paganos” de esta estupidez injusta, tratemos de hacer una huelga de presencia y de consumo en todos aquellos parajes urbanos vestidos de luz. O, al menos, que ese despilfarro se reduzca a la semana anterior a Navidad.

Y esos días, miremos de sacar lo mejor de dentro de nosotros, en lugar de comprar lo mejor de fuera de nosotros.