Alguien me pide que escriba o hable sobre la esperanza.

¡También es mala suerte que un ciego tenga que hablar sobre la luz, o que un sordo tenga que componer una canción!

Es la peor de las crisis. La penumbra más oscura. La más extrema de las pobrezas ¿Crisis de fe? ¿Desconcierto en la niebla? ¿Hambre de pan?

Nada comparable, nada tan cruel, nada tan frío como la ausencia de esperanza.

Hablé muchas veces de la fe.
Hablé muchas veces del amor.
De tanto creer se esfumaron las dudas.
Mis canas han podido más que el odio.
Y los dolores de parto de la humanidad me han hecho amar.

Pero me doy miedo de mí mismo porque no me encuentro el pulso de la esperanza.

Y comprendo lo que dijo el creyente y poeta francés Péguy: “La esperanza es la niña pequeña que se levanta, por las mañanas y da los buenos días al pobre y al huérfano. Y colgada de los brazos de la fe y del amor les hace andar por el mundo entero”.

Por eso siento miedo, porque hace tiempo que no me saluda por las mañanas ni me da las buenas noches al acostarme.

No me bastan ni la fe ni el amor. Necesito la infantil caricia de la esperanza.

Jesús es más fe que evidencia
Más esperanza que realidad
Es camino hacia una vida, camino hacia una verdad.
Pero nadie camina sin esperanza.

El bebé al nacer necesita, llora, busca y se tranquiliza al sentir el abrazo de alguien. Pasará tiempo y antes o después se encontrará o incluso buscará el agridulce sabor de la soledad. La soledad es imprescindible para sentirse individuo. Imprescindible para oírse a sí mismo. Uno de los misterios del hombre es esa contradicción en la que siempre se va a debatir: la soledad y lo comunitario. Para su plenitud, necesita tanto la soledad como la convivencia.
Alguien vino a verme hace unos días. Me preguntó si podía darme un abrazo. Le respondí que a estas alturas pagaba por un abrazo.

¡Que no apaguen las luces del belén!

¡Que nadie haga de María una virgen, con una esperanza! Es más difícil la esperanza que la virginidad.

¡Que las nubes no oculten la Estrella!

Hagamos un gran silencio para oír cantar a los ángeles, aunque no existan.

Luis Alemán Mur