Nuestra fe en Jesús podría estar adulterada por errores que, a modo de garrapatas, chupan la vitalidad de la fe. Y, esos errores, podrían arruinar nuestra misma vida como hombres, como humanos, y como creyentes:

  • Podríamos estar creyendo en Jesús, sin entender cuál es la misión de Jesús en la historia del hombre.
  • Podemos estar creyendo en un Dios que no es el de Jesús.
  • Podríamos pertenecer a una iglesia que no es la convocada por Jesús.

Errores, tan entremezclados con la fe, a modo de la cizaña con el trigo, que erradicarlos es como correr el riesgo de arrancar la misma fe. Ha habido quienes sufrieron desgarros de sangre interior cuando se plantearon la necesidad de depurar la fe. Algunos lo abandonaron todo. Se quedaron sin errores y sin fe.

Sin ir más lejos, todos recordamos algún conocido que, agobiado por el infantilismo opresor opusdeista, no encontró más salida que la fuga. O la de tantos otros que al llegar a la mayoría de edad abandonaron sus creencias de catecismo, simplemente porque la acumulación de errores o patrañas hace inviable la fe. Desengancharse de una creencia produce, a veces, dolores de parto, y quizá se pierda la creencia y la alegría.

Otros siguen su creencia como zombis. El error emborracha tanto como la verdad. Crea más ataduras que la verdad. No se olvide: la verdad genera libertad. El error genera cadenas.

No merece la pena creer en Dios, desde una esclavitud religiosa. Principio básico: el proyecto de Dios es la consecución de un hombre libre. Sin libertad, el hombre sólo es posibilidad, no realización. La libertad por sí misma no eliminará los errores. Pero mantiene abierto el corazón a la posible visita de la verdad.