Han llegado tiempos en los que un huracán, se ha instalado sobre la cristiandad. Una cristiandad hecha de cemento, verdades y filigranas dogmáticas. Y parece que el huracán no parará hasta la total desencuadernación.

Las raíces más profundas de nuestras más lejanas creencias van quedando al aire. Ya no son las techumbres, ni las lámparas las que se mueven. Son los cimientos los que vuelan como ramas de palmeras tropicales. Y se veía venir.

Lo avisaron filósofos, teólogos y místicos, conocidos y anónimos. Pero no queríamos oírlo. Los Obispos, los Cardenales, los Papas, como alcaldes campesinos, seguían –y siguen– reeditando catecismos, perfilando pecados, retocando códigos, pegando tiritas para contener la hemorragia. La historia los ha cogidos en pelotas. No lo olvide nadie, nunca.

Parte de nuestras penas, como miembros de la iglesia, en este siglo XXI, son consecuencia de la suciedad de corazón y terquedad de un grupo minoritario que mangoneó un Concilio convocado por el corazón limpio del Papa Juan. Una ocasión, culpablemente, desaprovechada.

En un concilio el que trabaja no es sólo el Espíritu. Ciertamente se dieron algunos pasitos, algún airecillo fresco, pero enseguida ese aire nuevo se contaminó por el miedo, la cobardía, la suciedad y la ignorancia de tanto yo oculto y podrido, de los que anidan, desde siempre, en la Curia Romana. El resultado es que su terquedad, sus intereses, su miedo, su ceguera han provocado la crudeza del huracán que se nos echa encima. Este es el resultado de la contra reforma impulsada por el polaco. Y que nuevamente se impuso a la hora de elegir al Benedicto XVI. Todos ellos, Cardenales elegidos por el televidente ultraconservador Wojtyla, que quiso, como un Franco cualquiera, dejar todo atado y bien atado a la hora de elegir su sucesor. (Ellos se eligen. Luego se auto canonizan ellos) No dejan sitio para el Espíritu, ni para la iglesia de Jesús.

Puede que lo que nos viene encima no sea un Apocalipsis tremendista al estilo judío. Puede que solo sea una crisis de maduración, tanto más dolorosa cuanto más negada. Ya estamos inmersos en la crisis. A algunos ya les llega el agua a la garganta y sufren sin esperanza. Temen el final. Me inclino a creer que lo que viene es una etapa nueva, una era nueva. Quizá podamos llamarla La Era del Espíritu, de la que habló Jesús.

Fue Jesús quien descubrió que los judíos, su pueblo, vivían en el error. Y les dijo que tenían que cambiar de mente; cambiar los esquemas. Y sólo podrían hacerlo los limpios de corazón. Se lo decía a los doctores, a los teólogos, al pueblo. Pero ni siquiera los suyos, los más cercanos, entendían de qué hablaba. Vivimos tiempos en los que, de nuevo, hace falta aquella limpieza de corazón. Tiempo de profetas. Tiempo del Espíritu. Es tiempo de coraje.

Mi ordenación coincidía precisamente con la convocatoria del Concilio. Ese concilio que el Papa Juan describiera como el “paso del Espíritu por su Iglesia”. Ese Concilio –guste o no. Marca sin lugar a duda una nueva era en la Iglesia. Para mí, la ordenación marcó también –no sé si casualmente- una nueva era.

Comencé a estudiar mi fe, el itinerario de mi fe para salvarme. Desde entonces acá he estudiado más que en todos los años juntos de mis cursos escolares.

Aquí comienza ese proceso lento, decisivo, restaurador. Quizás el más autodestructivo, el más liberador. En el que, poco a poco, se iniciaba una autorrealización, no planificada, no conscientemente buscada, pero que se imponía avasalladora.

Pero el empujón decisivo se me dio en Salamanca. Asistí a cursos monográficos de fenomenología de la religión, pastoral, liturgia, Iglesia, catequética… Y yo, que había sido amenazado por faltas de escolaridad en mi último curso de teología, asistía algunos días, voluntariamente, a seis clases. Confieso, con la ingenuidad que sea precisa, que junto a ese mundo nuevo mi impresión –no sólo la mía- era de haber sido engañado durante el periodo normal de mis estudios. El Concilio estaba en plena efervescencia. Leí mucho. Todos libros muy ortodoxos que se encuentran hoy en cualquier biblioteca.

Después ya no he dejado de leer. Agotado por el trabajo, apenas pasó un día en el que no leyera un estudio, un artículo, un capítulo de un libro.

La mayoría de estos estudios no “crearon” en mí una inquietud o sembraron una nueva vivencia religiosa. Simplemente confirmaban una realidad que llevaba yo dentro mascada, vivida más o menos conscientemente. El estudio iba haciendo idea lo que yo vivía.

Luis Alemán Mur