El Papa reconoce que “existe una especie de derecho de la víctima a la protesta, en relación con el misterio del mal”

La historia de Job ejemplifica la vida de tantas personas, familias y pueblos marcados por el sufrimiento”

 

El Papa Francisco continúa con el ciclo de catequesis sobre la ancianidad, apoyándose hoy en la figura bíblica de Job, que, a su juicio, “ejemplifica la vida de tantas personas, familias y pueblos marcados por el  sufrimiento”.

Catequesis del Papa

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! 

El pasaje bíblico que hemos escuchado cierra el Libro de Job, un vértice de la literatura universal.  Nosotros encontramos a Job en nuestro camino de catequesis sobre la vejez: lo encontramos como testigo  de la fe que no acepta una “caricatura” de Dios, sino que grita su protesta frente al mal, para que Dios  responda y revele su rostro. Y Dios al final responde, como siempre de forma sorprendente: muestra a Job  su gloria pero sin aplastarlo, es más, con soberana ternura. Es necesario leer bien las páginas de este libro,  sin prejuicios ni clichés, para acoger la fuerza del grito de Job. Nos hará bien ponernos en su escuela, para  vencer la tentación del moralismo delante de la exasperación y al abatimiento por el dolor de haberlo  perdido todo. 

En este pasaje conclusivo del libro – cuando finalmente Dios toma la palabra -, Job es alabado  porque ha comprendido el misterio de la ternura de Dios escondida detrás de su silencio. Dios reprende a  los amigos de Job que suponían que sabían todo, de Dios y del dolor y, habiendo venido a consolar a Job,  terminaron juzgándolo con sus esquemas preconcebidos. ¡Dios nos guarde de este pietismo hipócrita y  presuntuoso! Que Dios nos guarde de la religiosidad moralista y doctrinaria, que conduce al fariseísmo.

Así se expresa el Señor respecto a ellos: «Mi ira se ha encendido contra [vosotros] […], porque no  habéis hablado con verdad de mí, como mi siervo Job. […] Mi siervo Job intercederá por vosotros y, en  atención a él, no os castigaré por no haber hablado con verdad de mí, como mi siervo Job» (42,7-8). La  declaración de Dios nos sorprende, porque hemos leído las páginas encendidas de la protesta de Job, que  nos han dejado consternados. Sin embargo – dice el Señor – Job ha hablado bien, porque se ha negado a  aceptar que Dios es un “Perseguidor”. Y como recompensa, Dios le devuelve a Job el doble de todos sus  bienes, después de pedirle que ore por esos malos amigos suyos. 

El punto de inflexión de la conversión de la fe se produce precisamente en el culmen del desahogo  de Job, donde dice: «Yo sé que mi Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará, sobre el polvo.  Tras mi despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo le veré, mis  ojos le mirarán, no ningún otro» (19,25-27). Un pasaje bellísimo. Me recuerda el final del Mesías de Haendel. Podemos interpretarlo así: “Mi Dios, yo sé que Tú no eres el  Perseguidor. Mi Dios vendrá y me hará justicia”.  Es la fe snecilla en la resurrección de Dios.

La parábola del libro de Job representa de forma dramática y ejemplar lo que en la vida sucede  realmente. Es decir que sobre una persona, sobre una familia o sobre un pueblo se derriban pruebas  demasiado pesadas, desproporcionadas respecto a la pequeñez y fragilidad humana. En la vida a menudo,  come se dice, “llueve sobre mojado”. Y algunas personas se ven abrumadas por una suma de males que  parece verdaderamente excesiva e injusta. 

Todos hemos conocido personas así. Nos ha impresionado su grito, pero a menudo nos hemos  quedado también admirados frente a la firmeza de su fe y de su amor. Pienso en los padres de niños con  graves discapacidades, o en quien vive una enfermedad permanente o al familiar que está al lado…  Situaciones a menudo agravadas por la escasez de recursos económicos. En ciertas coyunturas de la  historia, este cúmulo de pesos parecen darse como una cita colectiva. Es lo que ha sucedido en estos años  con la pandemia del Covid-19 y lo que está sucediendo ahora con la guerra en Ucrania. 

¿Podemos justificar estos “excesos” como una racionalidad superior de la naturaleza y de la  historia? ¿Podemos bendecirlos religiosamente como respuesta justificada a las culpas de las víctimas,  que se lo han merecido? No podemos. Existe una especie de derecho de la víctima a la protesta, en  relación con el misterio del mal, derecho que Dios concede a cualquiera, es más, que Él mismo, después  de todo, inspira. La protesta es una forma de oración. Dios te escucha, es padre. Oración espontánea. El “silencio” de Dios, en el primer momento del drama, significa esto. Dios no va a  rehuir la confrontación, pero al principio deja a Job el desahogo de su protesta. Quizás, a veces,  deberíamos aprender de Dios este respeto y esta ternura.  A Dios no le gusta la religiosidad que lo explica todo con el corazón frío.

La profesión de fe de Job – que emerge precisamente en su incesante llamamiento a Dios, a una  justicia suprema – se completa al final con la experiencia casi mística que le hace decir: «Yo te conocía  solo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (42,5). Este testimonio es particularmente creíble si la  vejez se hace cargo, en su progresiva fragilidad y pérdida. ¡Los ancianos han visto muchas! Y han visto  también la inconsistencia de las promesas de los hombres. Hombres de ley, hombres de ciencia, hombres  de religión incluso, que confunden al perseguidor con la víctima, imputando a esta la responsabilidad  plena del propio dolor.  Se quivocan.

Los ancianos que encuentran el camino de este testimonio, que convierte el resentimiento por la  pérdida en la tenacidad por la espera de la promesa de Dios, son un presidio insustituible para la  comunidad en el afrontar el exceso del mal. La mirada de los creyentes que se dirige al Crucificado  aprende precisamente esto. Que podemos aprenderlo también nosotros, de tantos abuelos y abuelas, de  tantos ancianos que, como María, unen su oración, a veces desgarradora, a la del Hijo de Dios que en la  cruz se abandona al Padre.  Miremos a los ancianos con amor, tras haber aprendido tanto y sufrido tanto en la vida. Y, al final, encuentran una paz casi mística.

La catequesis de hoy sobre la ancianidad nos presenta la figura de Job, que gritaba de dolor y  le pedía a Dios una respuesta que diera sentido a las numerosas desgracias y humillaciones que  padecía en su vida. De ese clamor incesante surgió su conversión y su profesión de fe, ya que Dios le dio a conocer su verdadero rostro. Job, por tanto, obtuvo una respuesta, y fue bendecido con una larga  ancianidad, porque se dejó transformar por el misterio de la ternura de Dios, que muchas veces se  esconde en el silencio.  

La historia de Job ejemplifica la vida de tantas personas, familias y pueblos marcados por el  sufrimiento. Su dolor nos interpela, y nos admira la firmeza de su fe y de su amor. Así también los  ancianos —que ya han atravesado muchas pruebas a lo largo de su vida—, cuando saben convertir el  dolor por las pérdidas en espera confiada de las promesas de Dios, son un testimonio y un tesoro  insustituible para que la comunidad pueda aprender a afrontar las dificultades y el exceso de mal.