Para una gran mayoría de creyentes cristianos, su camino de fe ha resultado y resulta muy largo y penoso. Sí, lo creo: Jesús es el camino y la puerta (Jn 10,11) Yo lo creo. ¡Por fin lo voy comprendiendo! Pero me ha costado mucho entender su significado.

Desde que elegí ser creyente, sufrí etapas de alucinaciones, me encontré curvas muy peligrosas. Incluso me sometí a maestros de espíritu que confundieron a Jesús con un Hitler a lo divino. No pocas veces me cansé. En general, todos hemos confundido lo cristiano con una agencia de salvación para la eternidad. Miedo, angustia, sudor, impotencia, perfeccionismo cuasi militar. ¡Qué horror ha resultado ser nuestro caminar cristiano!

Para muchos de nosotros aparece cada vez más claro que el plan, el diseño, el objetivo, o la meta querida por el Creador es que el hombre consiga una plenitud suficiente dentro del espacio de lo humano. La plenitud de lo humano, es el final de un proceso largo: en el que un animal llega a ser inteligente, racional, y libre. Y libremente escoja ser humano. Para nosotros los cristianos, decir humano es decir fraterno. De esta forma, ese hombre humano se convierte en “creador de humanidad“. La “divinidad” es lo propio de Dios. La “humanidad” es lo propio de la plenitud del hombre.

Todo hombre (o mujer) que con su religión, o creencias, las que sean, convierte a los demás en hermanos, llega a quererlos y defenderlos como a sí mismo -eso es ser hermano-, ese hombre en algún momento se llevará una sorpresa cuando Alguien le diga: “lo que hiciste a ellos, a mí me lo hiciste”. -“¡Pero si yo nunca te vi!”. -“Aquel era Yo”.

Entonces ¿de qué sirve Jesús?

Alguna vez recordé la pregunta que una judía de Berna le hizo al teólogo Hans Küng en Jerusalén, año 1967: “Aquí en nuestra ciudad de Jerusalén, se oye constantemente hablar de ese Jesucristo. ¿Qué tiene de especial ese hombre? ¿Por qué es tan importante para Vds. los católicos?”

Hans Küng cayó en la cuenta de que para poder responder a la pregunta de la judía, tenía que cambiar el itinerario de su Cristología. Es decir, el orden de ese catecismo en el que para explicar quién es Jesús, se empieza desde Arriba (desde la Trinidad) hasta llegar a Nazaret.

En esa teología de vértigo, Jesús no es sólo un ser humano, sino la segunda persona de la Trinidad: el Hijo de Dios, engendrado no creado. Y en Nazaret, nos encontramos con dos naturalezas y una persona. Y que ha “venido del Cielo” a redimir a los hombres. En Jerusalén, muere por nuestros pecados. Y muere para obedecer al Padre. Y, una vez muerto, se da una vuelta por el infierno y se vuelve al Cielo.

Ese tipo de catecismo escolástico es obra de unos concilios de los siglos IV y V. Concilios que ni los apóstoles, ni los discípulos, ni el mismo Jesús de Nazaret hubieran entendido. Además, en esos concilios siempre se hicieron un lío con la parte “importada” que venía de Arriba y con lo aportado por los hombres: Que si mitad y mitad, que si mesclada o sin mescla, que si aparente o real etc.

Para responder a esa mujer judía, para aclararnos nosotros, y para responder a tantos otros porqué es tan importante Jesús para nosotros, hay que comenzar de abajo hacia arriba. Es decir, recorrer el mismo camino que hicieron los discípulos y el mismo camino -añado yo- que hizo Jesús.

1.- Los discípulos caminaron junto a Jesús. Lo primero que descubrieron fue una nueva humanidad. El Maestro, “tenía de especial” que defendía a todo hombre y toda mujer necesitada, incluso por encima de la Ley, del Templo, de la cruel sociedad y sus poderes fácticos, de las costumbres hipócritas. Vieron los discípulos cómo el nuevo “maestro en humanidad” se enfrentaba incluso al poder establecido por liberar al pueblo apaleado, abatido o marginado. Lo vieron morir. Y ya hundidos y fracasados, vivieron la experiencia de la resurrección. Dios levantó a Jesús de la muerte, y lo devolvió a la vida. Aquel Jesús con quien habían vivido les dejó su fuerza y su Espíritu. Ahí entra la fe cristiana.

2.- Aquel Jesús no nació hecho. Empezó desde abajo. “Creció” ante Dios y ante los hombres. Y como no era un prefabricado sino libre, pudo no aceptar el bautismo (compromiso de una nueva humanidad); pudo haber llegado a un diálogo político con los del Templo; pudo rechazar o huir de la muerte. Es decir, pudo quedarse a medias. Llegar a la plenitud humana, querida por Dios, le costó la vida. Pero al aceptar el cáliz amargo de su plenitud humana, Dios lo devolvió a la vida y lo sentó a su diestra. Y ante él, los que tenemos fe, doblamos la rodilla: “¡Señor mío y Dios mío!”

3.- Jesús sembró la semilla de la plenitud humana. Su semilla arraiga no se sabe dónde ni cómo. Esa semilla no es propiedad de ninguna Institución, de ninguna religión, grupo, etnia o pueblo, de ningún tiempo. No es blanca, ni amarilla ni negra. Brota en cualquier época, en cualquier tierra, playa, templo o calle. No es una fórmula secreta como la Coca-Cola. Los que le hemos conocido y creemos en él, afirmamos que sin Jesús de Nazaret, el progreso de la especie de los hombres no hubiera sido igual. Eso creemos los cristianos.

Y nuestra fe no es sencillamente una teoría, un dogma. Al caminar junto al judío Jesús de Nazaret, descubrimos que Dios es Padre Nuestro; que los hombres son como hermanos; que nuestra vida en el tiempo acaba en una puerta: lo eterno. No sabemos qué es lo eterno. Sólo sabemos que Jesús espera junto al Padre.

Gracias a ese judío de Nazaret, nos sentimos libres de todo Templo, de todo Imperio y de todo dueño. Jesús nos dejó su Espíritu de libertad. Somos Hijos de Dios. Los católicos tendremos que aprender a vivir libres dentro de nuestra comunidad, y a no considerarnos propietarios de nada.

Luis Alemán Mur