La angustia, el dolor, el fracaso, la enfermedad, el hambre, el menosprecio recibido, la soledad: En definitiva, la muerte y sus cercanías, para un creyente cristiano es camino de vida. La fe cristiana tiene la clave para que cualquier fracaso incluso la muerte sea la entrada del Reino.

Creer esto se llama creer en la vida eterna. Y esta fe es el credo que sembró Jesús de Nazaret. Esto es la “salvación del hombre”. Quien crea esto, vivirá eternamente.

El dolor, la pobreza, el desamparo no son deseables. No son queridos por Dios ni por nadie. Son consecuencia de nuestra finitud: (Somos, pero no somos Dios) Y a esto le añadimos que estamos inmersos en egoísmos interiores, egoísmos cercanos, y arrastrados por egoísmos estructurales. Es difícil imaginar hasta dónde nos hubiera llegado ahogar la fuerza de los egoísmos humanos sin el mensaje y la incorporación de Jesús en la historia de los hombres.

Con aquel histórico Jesús de Nazaret se rompió la dureza del corazón de los hombres. Una corriente de agua nueva y viva ha ido fertilizando la raza humana. El egoísmo y la crueldad crecen como crecen los miles de hombres y mujeres. Pero simultáneamente el agua que salta hasta la vida eterna fecunda las generaciones de todas las razas. No solo no se pierde la esperanza del amor, es que se multiplica disfrazada de múltiples formas de vida.

La vida de Jesús, más incluso que sus palabras, supuso un cambio radical en la raza humana. Imposible mensurar su saldo. Sí se puede afirmar que sin aquel palestino israelita el mundo sería más infierno.

Nos dejó la sabiduría de amar a los demás, y con preferencia absoluta a los más débiles y desgraciados. Y nos dejó la creencia de que así todo dolor, toda muerte puede transformarlos en vida.

Si rezamos el Credo del catecismo, pero no creemos que asemejándonos a Jesús nada hay perdido ¿de qué nos sirven nuestros dogmas o nuestros credos?

Día de la resurrección de Jesús: el día más cristiano.

Luis Alemán Mur