Jueves Santo en la Cena del Señor

La Cena del Señor, la tarde del Jueves Santo, es la primera celebración del triduo pascual. Según la tradición más antigua, recogida por san Pablo (1Co 11,23), «el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo», tomó primero pan y después el cáliz lleno de vino, y dijo: «Esto es mi cuerpo», «este es el cáliz de mi sangre», «haced esto en memoria mía». Por eso, cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz proclamamos la muerte del Señor hasta que vuelva. La Cena del Señor se celebró en las comunidades cristianas desde los comienzos, como testimonia también el libro de los Hechos de los apóstoles (Hch 2,42). La celebración de la Cena del Señor, que incluyó siempre el relato de lo que Jesús había hecho y dicho «cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada», seguido de la comunión en el pan y el vino, cuerpo y sangre de Cristo (2Co 11,27-28), fue evolucionando con el transcurso de los siglos. En un principio, el que presidía la «asamblea» litúrgica, llamada también synaxis, tenía un amplio margen de iniciativa. Pero esto no duró mucho. Muy pronto hubo que codificar la manera de actuar. Por una parte, sacar continuamente del propio fondo es algo que está al alcance de muy pocos; la mayoría necesita un soporte para «improvisar». Se difundieron entonces algunos formularios que destacaban por su calidad y que sirvieron de referencia. Por otra parte, sobre todo en periodos de controversia, había que velar por la ortodoxia de los textos litúrgicos. Tal es el origen de las «plegarias eucarísticas», llamadas también anáforas, es decir, «oblaciones». En la Iglesia latina, a partir del siglo IV, se impuso un modelo exclusivo, el «Canon romano», hasta que el misal posterior al Vaticano II reconoció varias «plegarias eucarísticas». Se ha recuperado así cierta flexibilidad, que permite adaptarse a las diversas asambleas. Pero hoy como ayer, en Oriente y en Occidente, es siempre la misma eucaristía la que se celebra «en memoria del Señor», repitiendo, como él pidió, lo mismo que hizo «la víspera de su pasión». La celebración de «la Cena», el Jueves Santo, no difiere de la eucaristía de los demás días del año. Pero tiene un valor ejemplar. Al recordar lo que el Señor hizo en la última Cena con sus discípulos, se añade «hoy». Mañana, en efecto, será el día dedicado a la Pasión. Pero esta manera de hablar tiene un sentido absolutamente general. Cada vez que la Iglesia celebra la eucaristía y los otros sacramentos, de los que es fuente, se renueva para nosotros, hoy, por obra del Espíritu, la obra de Dios, que Cristo realizó de una vez para siempre. Lo que Jesús hizo un día es siempre actual y nuevo, aunque se repita indefinidamente. Efectivamente, en cada celebración litúrgica, y especialmente en cada eucaristía, acontece para nosotros aquí y ahora la salvación que Dios realiza desde el principio. Cristo está presente. Actúa por medio de signos eficaces y por el poder del Espíritu. La lectura del libro del Éxodo recuerda que la eucaristía hunde sus raíces en la liturgia ancestral de la Pascua judía, lo que pone claramente de manifiesto su carácter tradicional al mismo tiempo que su absoluta novedad. El evangelio según san Juan cuenta cómo Jesús, durante la última Cena con sus discípulos, «antes de la fiesta de la Pascua», se quitó el manto y les lavó los pies. Para que Pedro aceptara que el Señor se rebajara de este modo, este tuvo que decirle: «Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo»; añadiendo: «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis». Este «mandato», semejante al que el Señor da a propósito del pan y del cáliz, se refiere a la misión y al comportamiento recíproco de los discípulos. Pero el evangelista introduce el relato diciendo: «Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». ¿Cómo no ver en este gesto insólito del Maestro una predicación práctica del amor, ley fundamental de la comunidad cristiana, del que la Cena del Señor es fuente y exigencia? La liturgia del Jueves santo celebra de este modo la eucaristía, memorial de la Pascua de Cristo, sacramento de su amor infinito por nosotros y del que nosotros hemos de tenemos unos a otros, y la institución del ministerio sacerdotal, que debe entenderse y ejercerse, siguiendo el ejemplo del Señor, como servicio a los hermanos de la comunidad.

¿QUE HACE DIOS EN UNA CRUZ?

Lo crucificaron…

La ejecución de Jesús no ha sido algo casual, fruto de un malentendido de las  autoridades religiosas y políticas de Israel. Tampoco basta considerar la cruz como algo permitido por Dios por motivos enigmáticos,  pero que ha quedado resuelto con el triunfo glorioso de la resurrección. La resurrección «no elimina el escándalo de la cruz, sino que lo eleva a misterio» (J.  Sobrino). Porque, aún después de la resurrección, nos tenemos que preguntar: ¿por qué y  para qué la cruz? ¿qué hace Dios en una cruz?

Un «Dios crucificado» constituye una auténtica revolución y nos obliga a cuestionar todas  nuestras imágenes humanas de Dios. La cruz rompe todos nuestros esquemas sobre un  Dios al que suponemos conocer ya de antemano. El crucificado no tiene el rostro que nosotros atribuimos a la divinidad. En la cruz no hay  belleza, poder, fuerza, sabiduría, majestad.

Dios no aparece como el que tiene poder sobre la muerte, sino como alguien que se ve  sumergido dentro de ella. Con la cruz, o se termina toda nuestra fe en Dios o se abre a una comprensión nueva y  sorprendente de un Dios que nos ama de manera insospechada. Contra todas nuestras concepciones sobre la divinidad, en la cruz descubrimos  sorprendidos que Dios es alguien que sufre con nuestros sufrimientos. Nuestra miseria le  afecta. Nuestro sufrimiento le «salpica». Dios no puede amarnos sin sufrir. Como ha dicho D.  Bonhoeffer, «sólo un Dios que sufre puede salvarnos».

A este «Dios crucificado» no se le puede «entender» desde categorías filosóficas. Es un  escándalo y una necedad. A este «Dios crucificado» sólo se le «entiende» cuando sabemos  amar a los que sufren y descubrimos por propia experiencia que el amor verdadero a los  crucificados hace sufrir.

Este «Dios crucificado» no permite una fe ingenua y egoísta en cualquier Dios poderoso  puesto al servicio de nuestros propios intereses. Este Dios nos pone mirando hacia el  sufrimiento, el abandono y los gritos de tantas víctimas de la injusticia. A este Dios nos  acercamos, cuando sabemos acercarnos al sufrimiento de cualquier abandonado. Los cristianos seguimos dando muchos rodeos para no encontrarnos con el «Dios  crucificado». La Semana Santa nos ha de recordar que la originalidad del cristiano está en  «permanecer con Dios en la pasión» de los que sufren (D. Bonhoeffer). Sin esto, no hay fe  en el Dios verdadero sino manipulación.