Los creyentes en Iahvé, en tiempos de David y sucesivos reyes, tenían un catecismo muy simple. Dios es el dueño del universo y de los hombres. Y todo se rige por un orden jerárquico, sacralizado. Dios elige a quien quiere y rechaza a quien no quiere. Dios eligió a su pueblo. Eligió a Abraham. Eligió a Moisés. Masacró a los egipcios. Eligió a David. Quien vaya contra David va contra el que lo eligió.

 
 

Es difícil imaginar una soberbia mayor a la del que se piensa a sí mismo como seleccionado de entre la multitud, sintiéndose elegido y protegido bajo el paraguas de Dios, en su Arca de Noé, mientras el resto del mundo se ahoga en dolor y hambre.

 
 

Sacerdotes y obispos no forman una casta sagrada, no son hombres “separados”, “escogidos”, como una clase social diferente, como unos ángeles en la tierra. Porque una cosa es ser un creyente “dedicado” por un encargo o misión a los demás y otra muy distinta, pretender ser un “consagrado” o “ungido”, un intermediario entre Dios y los hombres.

 
 

Eso queda para el Antiguo Testamento, para los tiempos del Levítico. El Antiguo Testamento no es cristiano. El velo del templo se rasgó el viernes santo a mediodía. El sacerdocio no se dio entre los cristianos en los primeros siglos. La teología del nuevo testamento proclama que el sacerdocio del antiguo testamento lo ha heredado el pueblo cristiano.

 
 

El mundo necesita hoy hombres y mujeres, entregados a los grupos de creyentes; que sepan y dominen bien el Evangelio; que hagan más oración que los demás; que entreguen sus vidas por los demás y que sean los “puntos de encuentro” para esos creyentes y lazos de unión con los otros grupos, otras comunidades, otras iglesias.

 
 

Y que la suma de todos los grupos, comunidades, iglesias, unidos en un Pedro que confirme en la Fe a los más débiles y que les recuerde siempre que no se olviden de los más pobres, sea como la presencia visible, sacramental, de Jesús en el mundo, actuando a través de su Espíritu.

 
 

Pienso que el mundo –y cuando digo mundo, pienso en África, Asia Sudamérica, suburbios…- pasa ya de tantas catedrales, góticas, romanas, barrocas, de tanto arte medieval o renacentista. Esas huellas a las que llaman cultura cristiana o, simplemente, cristianismo.

 
 

El mundo hoy necesita a Jesús, el de Nazaret, que ni fue sacerdote, ni clérigo, ni teólogo y al que crucificaron en Jerusalén los letrados, los fariseos, los sacerdotes.

 
 

Es deslumbrante y penosa la constatación histórica de que tanto el pueblo de Israel como el catolicismo romano levanten la bandera de pueblo elegido por Iahvé o por Dios.

 
 

Jesús nació hebreo. Por supuesto. En algún sitio tenía que nacer. Sin embargo su pertenencia a una determinada raza, a una zona geográfica o a una cultura concreta no confiere derecho alguno a nadie.

 
 

De ese Jesús histórico se pasó enseguida al Cristo greco latino, hecho por occidente y para occidente. Un Jesucristo hebreo, judío, griego y romano maniatado, paralizado por todas las contaminaciones de esas culturas, de los intereses de esos pueblos, pequeñas o grandes tribus de la humanidad.

 
 

El seguidor de Jesús se ve, hoy, en la urgencia de liberarlo, de desatarlo del judaísmo, del romanismo, del occidentalismo, porque Jesús es de todos y para todos.

 
 

Jesús es tan grande que está por encima de cualquier religión, y del mismo cristianismo. No puede ser barrera que separe culturas, ni bandera contra nadie. Jesús es patrimonio de la humanidad, no es propiedad de nadie, ni de ninguna iglesia, ni de ninguna raza.

 
 

El deseado ecumenismo podría llegar a ser una realidad. Unión de los creyentes en el diálogo, en la fraternidad y no en el poder.

 

Luis Alemán Mur