MORIR DEBERÍA SER MÁS SENCILLO


Detrás de estas avalanchas de dolor que nos encontramos día a día siempre está Dios. Nos gusta pensar que nuestro Dios es un Dios de la vida. Allí donde está la vida está Dios. Pero también es verdad que allí donde está la muerte, está Dios. Parece que éste podría ser un buen resumen de los evangelios e incluso de la historia de Jesús de Nazaret. Es más, no veo que se pueda ser cristiano si no se cree que muerte y vida van entrelazadas como causa y efecto.

A veces da la impresión de que la Historia y las religiones están programadas para torturar al ser humano.

La pastoral cristiana en los siglos VII y VIII producto de una mala fotocopia del Antiguo Testamento o simplemente por una crasa ignorancia bíblica, trajo más sangre más miedo y más muerte a Europa que los peores terremotos. Aquella iglesia llevó a las masas cristianas a vivir de cara a la muerte que siempre era negra. Incluso al bello saludo del Ave María hubo que añadirle el santa Maria que conduce a la muerte peligrosa. Y esa muerte oscura se convirtió en el acto final de la desgracia de haber nacido.

Superados esos siglos, hemos concluido con excesiva ligereza que el dolor es un gran maestro, un instrumento directo de Dios y el fin de nuestras vidas,

Repetimos como un mantra cristiano que moriremos cuando Dios lo quiera así como nacemos cuando Dios lo quiere. Nacemos, sufrimos, morimos como muñecos de trapo en manos de Dios.

Antes que morir, hay que vivir.

La Jerusalén celestial, la futura Patria prometida, nuestra futura resurrección, la vida eterna, el Cristo de la fe, el Padre que está en los cielos y toda la amplísima literatura que a veces mística, o a veces pseudo invadió, desde el principio, la espiritualidad cristiana, se tradujo en monasterios y en una huida a bosques. Un efecto secundario maligno fue arrancar a los grupos cristianos de la realidad grosera y polvorienta del día a día.

Pero con esa realidad grosera y polvorienta se fabrican santos y mártires. No existe otra materia prima. Los imponentes órganos con chorros sonoros, los inciensos, los ritos y los ornamentos bordados en oro, no cabe duda de que nos podrían conducir a la Jerusalén celestial, pero difícilmente al reino del Padre del que predicaba Jesús de Nazaret. Al Padre no se llega huyendo de la tierra ni del polvo de sus caminos.

El Cristo de la fe ya no tiene fe, ni esperanza. “Está sentado a la derecha de Dios y coopera confirmando el mensaje de los suyos con las señales que les acompañan” Mc 16, 20

No podemos imitar al Cristo de la fe. Es a Jesús de Nazaret al único que podemos estudiar, imitar y seguir.

Luis Alemán Mur.