Artículo publicado en La Vanguardia.

        Uno de los episodios más serios de la trayectoria creyente de Etty Hillesum nos ha llegado por pura casualidad. Ya en el tren hacia Auschwitz logra escribir una carta apoyándose en una pared, y lanzarla por la ventana. Un campesino la encuentra y la hace llegar a su destino.

        En esas letras a su amiga Christine le cuenta que, en aquel vagón de hacinados, ha podido abrir una pequeña Biblia que llevaba consigo y se ha encontrado con la frase de un salmo. El texto (que cita de memoria) es impreciso y parece aludir al salmo 18: “El Señor es mi roca y mi baluarte”.

        Impresiona que se puedan rezar esas palabras camino de Auschwitz. Quien ha vivido situaciones sin horizonte sabe lo que cuesta llegar a decir eso, sobre todo cuando el dolor y la desesperación muerden tu propia carne y no solo a una persona querida. Lástima no tener más textos que nos permitan conocer cómo trabajó Etty esa confianza en los días siguientes, hasta el momento en que, con otros judíos, entró desnuda en el horno crematorio, racional y satánicamente preparado. En ese momento último debe ser más fácil confiar que en los días anteriores, cuando el final, aunque estaba ya previsto no era aún real, y dejaba abierta la posibilidad de algún milagro (como de hecho ocurrió cuando las tropas aliadas entraron en Auschwitz con sorpresa de los detenidos, y liberaron a quienes estarían destinados al horno en los días siguientes).

        En esa confianza inaudita, hay algo que (con el amor a todos como hermanos) concentra toda la fe cristiana. La concentra tanto que, sin  eso, todos los demás elementos de la fe, dejan de ser cristianos. Y es tan serio que, yendo ahora más allá de Etty, el salto de Jesús desde la experiencia del abandono de Dios hasta las manos del Padre, me parece el momento más decisivo y más importante de toda la historia humana. Aunque nadie se enterara de ello. Porque, en nuestra historia, lo mejor suele estar profundamente escondido; y lo más aplaudido y jaleado, no pasa de ser mera baratija humana.

        Desde ahí, me gusta completar el texto de los Ejercicios ignacianos cuando, al hablar de la redención, comienza proponiendo una mirada a “la haz de la tierra en tanta diversidad así en trajes como en gestos: unos blancos y otros negros, unos en paz  otros en guerra, unos llorando y otros riendo, unos sanos y otros enfermos, unos naciendo y otros muriendo” (EE 106). “Unos explotando y otros siendo cruelmente explotados” es lo que creo necesario añadir al texto de san Ignacio. Porque entonces, la decisión divina: “Hagamos redención del género humano” (EE 107) resulta más increíble y más llamada a la fe.

Es cierto que, aun sin ese añadido, tras la decisión redentora de la Triunidad divina, pareció que nada cambiaba: Roma siguió haciendo guerras, Virgilio componiendo églogas, los fenicios comerciando y las gentes yendo y viniendo. Cierto que, en un lugar perdido, una chavala se queda embarazada; pero eso pasa cada día y carece de novedad.

        Pues bien: es en ese escándalo del mal y el aparente silencio de Dios donde cuaja una fe verdadera. Ahí cobra su fuerza la frase atribuida a Teresa de Jesús: “Dios no tiene otras manos que las nuestras”. Y todos los milagrerismos y maravillosismos tan típicos de la religión como ajenos al cristianismo, quedan desautorizados: cuando Dios decide intervenir, “no pasa nada”. Pero veinte siglos después, todavía están ocupándose de aquello miles de millones de cristianos. Y solo un siglo después, un grupo de pescadores galileos analfabetos pone en marcha un movimiento “sin futuro”, pero que fue capaz de superar y vencer a los tres grandes poderes de la época: el poder político romano, el de la sabiduría griega, y el poder religioso judío.

        En resumen, con frases del Evangelio: -“Señor ¿no te importa nada que perezcamos?”. Y la respuesta: – “¡Hombres de poca fe!”. Con palabras de Pablo: “esperanza contra la desesperanza”. O, como parodiaba el Pep Vives: esperanza contra toda experiencia…