P. Por cierto, ¿dice que usted es teólogo?

R. Yo no digo nunca que sea teólogo. Soy licenciado en teología, desde el año 1962. Título conseguido en la Facultad de Teología de Granada. Aunque considero que el título, siendo importante, no es lo principal. Una licenciatura en cualquier rama del saber te capacita para poder estudiar esa materia. ¿Usted se pondría en manos de un médico que no ha vuelto a estudiar medicina desde que salió de la facultad hace 50 años?

Ya con el título, estuve un año en Salamanca, poniéndome al día en tiempos del concilio Vaticano II. Con profesores como Casiano Floristán, Castro Cubells, Luís Maldonado, Patino etc. Y finalmente, después de decisiones dolorosas y una vida muy trabajosa, he dedicado los últimos 17 años de mi vida íntegramente a estudiar. Me vi obligado a hablar de Dios para dar de comer a mi familia.

En 1990, en medio de la gran corrupción socialista, echaron a D. Leocadio Marín, de la presidencia de la Cruz Roja. Como mi presencia, como director de personal en la asamblea nacional, le resultó molesta a más de uno, D. Leocadio antes de irse firmó mi sentencia de muerte: me puso “en la puta calle”. Me quedé en el paro con 59 años. Difícil edad para la recolocación. La angustia de no tener trabajo es algo que me llevo aprendido al otro mundo. Pero como siempre, a lo largo de toda mi rarísima vida, Dios estuvo en aquella curva.

Lo veo ahora, a toro pasado: “Cuántas maravillas has hecho, Señor Dios mío, Cuántos planes a favor nuestro.”

Entonces no descubrí los planes de Dios. La historia se comprende siempre cuando ya ha pasado. Entonces a quien vi, fue a Juan José Ponce de León, jesuita y vicario de la diócesis de Madrid en Vallecas. Me ayudó a dar clases de Religión en diferentes institutos. Con la ayuda de la monja Maria Eugenia Iriarte, estigmatizada como conservadora y mandona, di clases en Parla, Fuenlabrada. Me llevé muy bien con la monja. Las personas somos, de cerca, mejores que a distancia.

El Vicario Juanjo me pidió que diera clases de teología para adultos en Vallecas.

En total, siete años bellos en los que estudié mucha teología y Biblia y encontré muchos amigos, que nunca olvido. Ellos me hicieron muchísimo más bien que lo que yo pude haber hecho a ellos.

Desde entonces no hago otra cosa que estudiar la Biblia, historia de la Iglesia y teología.

P. Explique eso de sentirse católico y no creer en el papa. Un católico que no crea en el Papa no se puede llamar católico.

R. “Creer” en el Papa no sólo no es católico sino que es una idolatría. Si se piensa bien, entre los católicos puede que haya un gran número de idólatras que veneran al Papa como si fuera Dios o su representante, o que ocupa el lugar de Jesús. Incluso algunos papas han fomentado esa idolatría.

Padecemos una descarada papolatría. Esta herejía, podría denominarse como herejía pastoral, de teología práctica. Está fomentada interesadamente por el Vaticano. Los cimientos del Vaticano no son los huesos del pobre Pedro sino la papolatría. Decir esto es desagradable. Incluso perseguible. Pero irrefutable. Se fomenta un culto a la persona semejante al que se daba en los regímenes de la antigua unión soviética. Igual que los romanos al emperador. Produce vergüenza ajena. Pero la vieja cristiandad se fraguó más sobre el imperio romano que en Jesús. Costará mucho cambiar el molde.

Mi respuesta es muy clara: No “creo” en el papa; ni “creo” en San Wojtyla, ni “creo” en San José Maria Escrivá de Balaguer. Pienso que todos esos presuntos señores santos, y tantos otros, son impresentables. Sobre todo si se comparan a santos como el obispo Oscar Romero, asesinado como Jesús, por todos los poderes de una clase dominante, porque él defendía al pueblo; y junto a san Pedro Arrupe, martirizado a cámara lenta por el santo Wojtyla que entonces ejercía de dueño del Templo.

P. ¿No fue Wojtyla un gran Papa?

R. Wojtyla sobreactuó. Se creyó Abrahán, actuó como Moisés, sustituyó a Cristo. Y murió cansado de tanto peso. Quizá temiendo que, sin él, Dios Padre no sabría dirigir el mundo.

Un dato curioso. En el año 1991 necesité demostrar que yo tenía el título de licenciado en teología. Lo pedí a la Facultad. Y se me facilitó un pergamino firmado “en nombre y con la autoridad de Joannis Paulus II”. Desconozco si se ha arrepentido desde su cátedra celestial.

P. ¿Y Ratzinger?

R. Pues mire, voy a ser sincero. Aunque ser sincero no es igual a tener la verdad.

El señor Ratzinger no me gusta ni como hombre, ni como cristiano, ni como papa.

Es un hombre producido por un sistema. Fabricado en las finas pastelerías conventuales, seminarios, bibliotecas. Parece como si no le hubiese dado el aire de la calle y las plazas. Nunca ha tenido hambre. Nunca trabajó para comer. Un hombre de cartón pintado con purpurina. Su voz es gritona, como falsa. No da la impresión de haber amado, o simplemente de tener amigos.

Como cristiano, me gusta menos. Un cristiano ama a los demás más que a las ideas. Su dolor ante el mundo parece un dolor estético, filosófico. Wojtyla, al menos sufría, odiaba, se indignaba, lloraba, amenazaba, reía. Dominaba la escena. Este no. Dice que Dios es caridad. ¡Pero qué mal lo grita! Se ha dedicado toda su vida a perseguir, matizar, condenar sin dar la cara. Tengo algún escrito suyo en el que dice una cosa y la contraria en un mismo folio. Con el papado conseguido, cambió de registro y decía que Dios es amor, pero su voz es de merengue. Después de estudiar la iglesia real se asustó y se fue.

Como papa: el peor desastre que nos dejó el Wojtyla. Como es evidente, durante el cónclave, maniobró al estilo vaticano, hasta conseguir el nombramiento. Dicen que en el cuarto recuento, antes de la fumata. Se mascaba tragedia. Había dos bandos iguales. Unos cobijados bajo Ratzinger, otros junto a Martini. Y finalmente el cardenal Martini ante el temor de una grieta en la Iglesia, comunicó a todos que él no aceptaría la nominación. Se quitó de Roma, se fue a Jerusalén y le dejó el campo libre. Ratzinger morirá convencido de haber sido papa por la gracia de Dios y por amor a la Iglesia.

Como él se fue vino el Espíritu Santo, no escogió a ninguno de Roma. Se fue al extranjero y trajo a Francisco. ¡Que Dios le ayude!

Luis Alemán Mur