Entre los judíos, la fiesta de la Cosecha, o día de la acción de gracias, se celebraba en tiempos de Jesús siete semanas después de Pascua; era la fiesta de los Primeros Frutos (Nm 28,26), de la Recolección (Ex 23,16) o de las Semanas (Ex 34,22). En razón del número «cincuenta», se denominó Pentecostés. Los rabinos del siglo II de nuestra era conmemoraron ese mismo día la entrega de la ley en el Sinaí y la conclusión de la alianza.

Entre los cristianos, la fiesta de la Pascua se prolonga por espacio de cincuenta días, denominado «tiempo pascual» o «cincuentena pascual», que finaliza con el día de Pentecostés. Pentecostés es fiesta litúrgica comparable a la Pascua. Está por encima de la Navidad, la Epifanía o el Corpus. Pero no es fiesta separada, puesto que corona la Pascua. El último día de los cincuenta, por influjo judío de Pentecostés, tuvo desde el siglo II un relieve particular. Influyó la mística de los números: el cincuenta es consumación, conclusión y sello. La fiesta de Pentecostés se desarrolló con vigilia bautismal y octava en el siglo IV. La cincuentena pascual es tiempo de plenitud, de alegría y de acción de gracias por los frutos recibidos, y predomina en él la acción del Espíritu.

a) La Vigilia de Pentecostés

La Vigilia de Pentecostés tiene un esquema parecido al de la Vigilia Pascual, ya que era una segunda oportunidad para que quienes no se habían bautizado en esta última lo hicieran. No se bendecía el cirio ni había pregón pascual, pero siempre hubo varias lecturas, con bendición de la pila, bautismos y eucaristía bautismal. Es vigilia adecuada para reunir a varias comunidades y disponerse a celebrar la donación de la promesa del Padre, que es el Espíritu Santo. En esta celebración se pueden acentuar los tres símbolos del Espíritu: viento-soplo, agua y fuego-luz. De un modo concreto, pueden simbolizarse el fuego (hoguera), las llamas (lámparas), el agua (jarra o tinaja) y la torre maldita (muro). Pentecostés es la confirmación de la Iglesia, del mismo modo que la Confirmación es el pentecostés del cristiano.

Los tres pasajes del Nuevo Testamento que hablan de Pentecostés se refieren a la fiesta judía: Hch 2,1; 20,16; 1 Cor 16,8. La fiesta cristiana coincide con la judía en el nombre («pentecostés» significa «cincuenta») y en el momento (siete semanas después de Pascua). No celebra simplemente la siega de cereales (fiesta de la Cosecha o de las Semanas) ni la antigua alianza del Sinaí (donación de la Ley), sino la ascensión de Cristo (nuevo Moisés) al Padre y la efusión del nuevo Espíritu. El Pentecostés cristiano celebra el don escatológico del Espíritu Santo y la apertura de la Iglesia a nuevos pueblos. (La fiesta de la Ascensión tardó en desglosarse de la de Pentecostés).

El evangelio de la Vigilia pone el grito de Jesús («¡El que tenga sed, que venga a mí; el que crea en mí, que beba!») en relación a los ritos del agua que se celebraban en la fiesta judía del Templo o de los Tabernáculos. Jesús es la roca, el agua viva, el Espíritu de Dios hecho carne. Nos invita a todos a beber dicho Espíritu.

c) El Espíritu de Pentecostés

En su encuentro con el hombre, Dios se manifiesta como Espíritu, comparado en la Biblia al viento y al aliento, sin los cuales morimos. El Espíritu de Dios es la respiración del cristiano. Es viento -como huracán o como brisa- del que no se sabe a veces su procedencia; pero también es fuerza ordenadora frente al caos. Asimismo, es aliento que se halla en el fondo de la vida: es fuerza vivificante frente a la muerte. El soplo respiratorio del hombre viene de Dios, y a él vuelve cuando una persona muere. También es huracán que arrasa o viento reconfortante. El mismo Espíritu se manifiesta particularmente en los profetas, críticos de los mecanismos del poder y del culto desviado y defensores de los desheredados; el Espíritu transforma a los jueces en promotores de la justicia por su fuerza socializadora.

El mismo Espíritu que fecunda a la Iglesia y a los cristianos creó el mundo y dio vida humana al «barro» en la pareja de Adán y Eva. Desgraciadamente, se desconoce el Espíritu al considerarlo etéreo, abstracto o inapreciable. Sin embargo, lo confesamos en el Credo: creo en el Espíritu Santo. De un modo pleno reposó el Espíritu de Dios sobre el Mesías. Así se advierte en la concepción de Jesús, en su bautismo y comienzo de su misión, en el momento de su muerte y en las apariciones del Resucitado. Jesús muere entregando el Espíritu y se aparece a los discípulos insuflando nueva vida. El Espíritu es, pues, don de Dios, personalidad de Jesús, fuerza del evangelio, alma de la comunidad. Su donación en Pentecostés tiene como propósito crear comunidad («ruido» que conmociona, «voz» que interpela y «fuego» que calienta), abrirse a los pueblos y culturas, impulsar el testimonio y defender la justicia y la libertad.

La fuerza del Evangelio es Espíritu que llama a conversión, expulsa lo demoníaco, reconcilia a pecadores, mueve a optar por los pobres y marginados y crea Iglesia comunitaria. En suma, el Espíritu promueve conciencia moral lúcida, da sentido agudo al discernimiento, empuja al compromiso social por el pueblo y ayuda a la puesta en práctica del mensaje de Jesús. Pecados contra el Espíritu son la injusticia, con las secuelas del subdesarrollo y de la miseria; la división de los seres humanos y de los pueblos, con todo el odio generado; las dictaduras y el imperialismo, con los dominios del terror y de la guerra…