El pecado original, que ni es pecado ni es original, es injuriante para Dios e injusto para el hombre.

El llamado pecado original es la teatralización de una realidad: la posibilidad de maldad en el corazón del hombre, una realidad sobrecogedora. Se busca una historia que explique esta maldad. El corazón del hombre salió hecho por las manos del Creador. Por tanto, de fábrica era bueno. Dios los había hecho buenos, guapos, seguramente rubios y con ojos azules. La maldad viene después, por soberbia, por egoísmo, por envidia, por cualquiera de los pecados capitales. Ellos, Adán y Eva, fueron los que convirtieron todo lo bueno recibido en malo. Pecaron, y “en él” pecamos todos. De ahí, que todos seamos hijos del pecado.

Tiene bemoles la historieta. Pero así se escribió y así nos la contaron. Simplemente una leyenda muy bella, nunca interpretable como aportación periodística. Pero se acepta y se la convierte en primera página de La Historia Universal. Vienen después los teólogos y montan, sobre la leyenda, una catedral de dogmas dañados en su raíz.

Nuestra fe ha crecido sobre el resbaladizo terreno de mitos y leyendas, que no supimos interpretar.

El pecado original tal como se nos enseñó es injuriante para Dios, injusto para el hombre. Puesta esa primera piedra, es difícil ya arreglarlo, ni con parches bondadosos de Dios, ni con Gólgotas por amor al hombre. Es sencillamente un desenfoque estructural. Ante el que sólo cabe decir que nos hemos equivocado.

El concilio de Trento deslumbró, con soberbia de pavo real, a base de colorido y plumaje desplegado. Vean si no: “Sea anatema el que no confiese que el primer hombre Adán, al transgredir el mandamiento de Dios en el Paraíso, perdió inmediatamente la santidad y justicia en que había sido constituido, e incurrió por la ofensa de esta prevaricación en la ira y la indignación de Dios y por tanto en la muerte con que Dios antes le había amenazado…y que toda la persona de Adán…fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma.” Y sea anatema “el que afirme que el pecado de Adán le dañó a él sólo y no a su descendencia…” [Sesión V, 17 de junio de 1.546]

Etc. Etc.

O sea, que para Trento el Paraíso no fue un mito sino una situación real y una época histórica. Y Adán no es un personaje mitológico. Fue un caballero, empadronado en la primera aldea del mundo, cuando la gente eran dos. El tal caballero al principio era santo, pero pecó. E incurrió en la ira e indignación de Dios. Y como Dios se lo había advertido, le castigó con la muerte. A él y a todos sus descendientes.

Y desde entonces todos nacen en pecado…

Admitamos que Trento, en 1.546, creyera en el Paraíso, en el hombre “manufacturado” directamente por Dios. Pero hoy resulta penoso seguir leyendo estudios teológicos que pretenden salvar a base de alambique farisaico “el sentido de lo que Trento quiso decir”. No, oiga, lo que quiso decir y dijo ese concilio está claro que no se puede seguir defendiendo. Trento basa toda su tesis del pecado original en el monogenismo, en el supuesto de una única pareja inicial. Pero hoy el monogenismo no es defendible.

Eliminada, por la investigación científica, del registro matrimonial la pareja Adán y Eva y poblado el “Paraíso” de dinosaurios, el desarrollo del conocimiento, y la honestidad del sentido común, nos exigen una remodelación radical de la guía para entender lo cristiano.

Un niño ni nace “angelito” ni “demonio”. Tendrá que aprender. No le será fácil ser dueño de sus instintos, que van a crecer con él. Ese niño, por el mero hecho de nacer, forma parte de una comunidad muy antigua, muy numerosa de seres humanos. Él no sabe que forma parte de una gran sabiduría acumulada desde miles de años atrás. Ni sabe que forma parte de un proyecto gigantesco para una humanidad adulta, libre y fraterna. Ya se enterará.

Desde que nace ya es solidario, como uno más, de lo bueno y de lo malo de su especie. No es que sea responsable ante Dios de un pecado que no cometió. Simplemente, por el hecho de nacer en esta comunidad humana, su sangre y sus genes son producto de la maldad y la bondad de todos sus antepasados. Eso le hace hombre, y no águila, ni hiena.

Luis Alemán Mur