La situación penosa y complicada, que estamos viviendo en España, sin saber en qué o cómo va a terminar todo esto, provoca lógicamente un malestar que, de una manera o de otra, nos alcanza a todos los ciudadanos de este país. Además, como es bien sabido, algo muy parecido a lo que ocurre en España, está ocurriendo también – por motivos distintos – en otros países, en los que los motivos políticos, económicos, jurídicos o sociales son distintos. Pero el malestar (y el consiguiente pesimismo) es bastante parecido, en no pocos países de Europa, de América, de Asia, etc.
¿Qué nos está pasando? Una situación tan compleja, como la que estamos viviendo, se puede (y se suele) interpretar desde muy distintos puntos de vista. Es lógico y necesario hacerlo así. Con la diversidad de explicaciones y soluciones que brotan de tantas y tan distintas maneras de interpretar lo que estamos viviendo. Lo cual es inevitable. Es lógico. Y hasta es necesario.
Pero hay algo en lo que – según creo – casi nadie piensa, siendo así que se trata de la raíz que da vida y fuerza a todo lo demás. Me refiero a lo que he puesto como título de esta reflexión: se trata de “el sentimiento de superioridad”, la fuerza secreta y potente que nos enfrenta y nos divide.
Cuando nos sentimos y nos creemos superiores a los demás, somos incapaces de vivir y convivir juntos. Y en cuanto ese repugnante sentimiento se apodera de una persona, de un grupo humano, de un país o de una institución, ni las leyes, ni los jueces, ni los tribunales, ni las cosas que nos son más necesarias en la vida, nos sacan del pozo sin fondo en que nos hunde el dichoso sentimiento de superioridad.
Un sentimiento que es tanto más peligroso cuanto de manera más inconsciente se vive. El que se siente superior a los demás, nunca dirá lo que siente. Porque ni se da cuenta, ni puede ser consciente, de lo que lleva en su intimidad más secreta. Cuando el sentimiento de superioridad llega a ser un componente esencial de la identidad de un individuo, de una familia, de un grupo (aunque sea religioso), de un pueblo, de una cultura o de una sociedad, de una nación o de una autonomía, toda esa gente, sea cual sea la superioridad que realmente tiene, esa gente (si saberlo) vive hundida en la mayor de las miserias.
¿Por qué? Porque todos los que se sienten superiores son los agentes más eficaces de la división, de la desigualdad, del desprecio, del odio y de la venganza. Y de todo eso, lo que se sigue es la violencia en cualquiera de sus muchas formas. En todo caso, si no se llega a tanto, a lo que se llega, sin duda alguna y sin más remedio, es a la división que no tiene remedio posible.
Nunca insistiremos bastante en que una de las cosas que más necesita nuestra sociedad es hacer nuestro el convencimiento de que la igualdad, en dignidad y derechos, sólo es posible se siente, se vive y se practica “la ley del más débil” (Luigi Ferrajoli).
Y termino insistiendo y destacando que, en lo que acabo de decir, en eso reside la razón de ser y el motivo por el que, según el Evangelio, Jesús defendió siempre a los débiles, a los niños, los pobres, los enfermos, las mujeres, los extranjeros, los esclavos. Y hasta se hizo amigo de los pecadores y los despreciados. Los muchos problemas, que tenemos y nos abruman en España y en el Mundo, sólo tendrán solución el día que tomemos en serio que nuestra tarea básica y fundamental es acabar, cuanto antes, con los sentimientos de superioridad que arrastramos. Y que, por eso, nos arrastran.