Lo que quiero explicar, en esta reflexión, es que quienes pensamos en Dios y hablamos de Dios, lo hacemos de tal manera que, sin darnos cuenta ni sospecharlo, pensamos y hablamos de forma que deformamos a Dios, lo desfiguramos y hasta lo manipulamos hasta el absurdo de que Dios tiene que ser como a cada cual le interesa o le conviene.

Este absurdo ha llegado a tal punto, que es apremiante preguntarse ya en qué se diferencian la “providencia” de Hitler y su “Todopoderoso”, por una parte, y “Dios”, por otra (T. Ruster). El “Dios” de los políticos, que hablan de “Dios” cuando les conviene y para lo que les interesa, no puede ser el mismo Dios de los desgraciados que se ven en la miseria por causa del reparto de la riqueza que se organiza y se gestiona “como Dios manda” y como a no pocos clérigos les encanta.

Es evidente que, en todo esto, hay algo muy grave que no funciona. Un “Dios” que divide y enfrenta a los pueblos, a las culturas, a las naciones, a toda clase de gentes, hasta llegar a fomentar los odios, las venganzas, las torturas, la abundancia de unos y el desamparo de otros, ¿qué pantomima de “Dios” es eso? Y sobre todo, ¿por qué sucede (y no para de suceder) este disparate tan monumental?

En esta cuestión, yo tengo una idea fija. Le tenemos miedo a Dios. Precisando que se trata de un miedo concreto: es el miedo al Dios “Trascendente”. ¿Qué significa esto? ¿Por qué lo digo y qué consecuencias tiene?

Cuando hablamos de Dios, no atinamos si nos limitamos a decir que es el Omnipotente. Porque, si lo puede todo, ¿por qué no arregla este mundo tan desarreglado por tantos motivos? ¿cómo se explica que los “hombres de Dios” tengan la maldad que hace falta para destrozar a mucha gente que no coincide con el “Dios de los consagrados”? ¿quién me explica a mí por qué, cuando en la Iglesia ponen a un papa, como es el caso del papa Francisco, que es un hombre espontáneo, humano, que se acerca sin complejos a los más desamparados, precisamente a este papa, en el mismo Vaticano, porque es “voluntad de Dios”, le hacen la vida imposible y hasta quieren que se vaya?

No. Lo del “Omnipotente” no resuelve nuestras dudas y oscuridades. Y casi lo mismo se podría decir del “Infinito” y otros títulos semejantes.

Entonces, ¿en qué quedamos?

Antes que nada, sobre todo, Dios es el Trascendente. Ahora bien, hablar del Trascendente no es hablar del Infinito, ni del Eterno o del Todopoderoso. Estos títulos nos llevan a “lo nuestro” ilimitado. Pero es lo nuestro, lo “inmanente”, por más que no le pongamos límites, sigue siendo “lo que es propio y accesible a nosotros” los humanos. Lo “trascendente” es lo que trasciende el horizonte último de nuestra capacidad de conocer y de todo posible saber humano. Hablar de la “trascendencia” es referirnos “a un modo de ser que ya no es realizable (ni conocible), que está sobre todo cuanto podemos decir o entender” (“supereminentius quam dicatur aut intelligatur”) (Tomás de Aquino, “De potentia”, q. VII. a. V).

En última instancia, esto es así porque la mente humana sólo pude actuar “objetivando” lo que conoce o maneja. Nuestros conocimientos son “objetos mentales”. Pero el Trascendente no es (ni puede ser) un “objeto” que brota nuestra mente y está al servicio de nuestras ideas. El Trascendente “trasciende” todo posible objeto, por más infinito que nos lo “representemos” los que no podemos tener acceso a la Trascendencia.

La consecuencia, que se sigue de lo que acabo de indicar, es lo que nos da miedo. ¿Miedo? ¿Por qué? Porque el “Dios”, que brota de nuestra mente (de nuestra inmanencia), es un Dios “hecho a medida”. Es decir, el Dios que a cada cual la conviene o le interesa, para que tenga “autoridad divina” lo que a cada cual le viene bien. El que se “fabrica su Dios” no se da cuenta de lo que hace. Pero lo hace. Hay políticos que echan mano de “su Dios”. Y hay obispos que mandan, prohíben o amenazan en nombre de “su Dios”, el que ellos se inventan sin pensar que están mandando con la autoridad de su propio invento.

¿Tiene esto alguna solución? La tiene en Jesús de Nazaret, que la imagen de Dios, la revelación de Dios. Sólo el que vive como vivió Jesús, ése es el que pude decirle a la gente lo que Dios quiere o lo que no quiere. El que habla en nombre del “Dios”, que se ha inventado, es un farsante.