Yo soy el pan de vida.

La palabra «religión» suscita hoy en muchos una actitud defensiva. En bastantes ambientes, el hecho mismo de plantear la cuestión religiosa provoca malestar, silencios evasivos, un desvío hábil de la conversación. Se entiende la religión como un estadio infantil de la humanidad que está siendo ya superado. Algo que pudo tener sentido en otros tiempos pero que, en una sociedad adulta y emancipada, carece ya de todo interés.

Creer en Dios, orar, alimentar una esperanza final son, para muchos, un modo de comportarse que puede ser tolerado, pero que es indigno de personas inteligentes y progresistas. Cualquier ocasión parece buena para trivializar o ridiculizar lo religioso, incluso, desde los medios públicos de comunicación. Se diría que la religión es algo superfluo e inútil. Lo realmente importante y decisivo pertenece a otra esfera: la del desarrollo técnico y la productividad económica. A lo largo de estos últimos años ha ido creciendo entre nosotros la opinión de que una sociedad industrial moderna no necesita ya de religión pues es capaz de resolver por sí misma sus problemas de manera racional y científica. Sin embargo, este optimismo «a-religioso» no termina de ser confirmado por los hechos. Los hombres viven casi exclusivamente para el trabajo y para el consumismo durante su tiempo libre, pero «ese pan» no llena satisfactoriamente su vida.

El lugar que ocupaba anteriormente la fe religiosa ha dejado en muchos hombres y mujeres un vacío difícil de llenar y un hambre que debilita las raíces mismas de su vida. F. Heer habla de «ese gran vacío interior en el que los seres humanos no pueden a la larga vivir sin escoger nuevos dioses, jefes y caudillos carismáticos artificiales». Quizás es el momento de redescubrir que creer en Dios significa ser libre para amar la vida hasta el final. Ser capaz de buscar la salvación total sin quedarse satisfecho con una vida fragmentada. Mantener la inquietud de la verdad absoluta sin contentarse con la apariencia superficial de las cosas. Buscar nuestra religación con el Trascendente dando un sentido último a nuestro vivir diario.

Cuando se viven días, semanas y años enteros, sin vivir de verdad, sólo con la preocupación de «seguir funcionando», no debería de pasar inadvertida la invitación interpeladora de Jesús: «Yo soy el pan de vida».