Si llueve o hace mucho frio he de escoger para la misa dominical uno de los templos más cercanos a mi domicilio: los sacramentinos, los franciscanos. Tanto en el altar como en los bancos predomina la vejez. Nadie conoce a nadie. Salvo en el rito de darnos la paz, nadie saluda a nadie. Llegamos solos y nos volvemos solos. Es una consecuencia de las grandes ciudades: cada vez más solos. Hasta el Vaticano II, la Iglesia se fue fraguando a base de soledades. La confesión a sola, la comunión a solas, la misa a solas. Puede que haya hermanos o amigos que solo nos acompañaran en nuestro entierro.

El Vaticano aprendió a organizar grandes festejos, concilios, pero ya no sabe sentarse a comer en familia. Le atraen las multitudes. Pero la familia quedó para las encíclicas. Incluso en los conventos la amistad pasó a ser afección desordenada.

La misa no tiene nada de convivencia humana. Allí se va a comunicarse con Dios. Antes, cuando la misa era más aburrida en latín, había devotas que rezaban su rosario. Ahora, al comulgar cada cual come su hostia muy a solas, reconcentrado en su yo íntimo, cuando más hondo en su soledad más cerca de la divinidad. Pero ¿qué hemos hecho con la cena del Señor?

Luis Alemán Mur