Carta de otra aspirante al sacerdocio

Merceditas: “No me parecen serias ni bíblicas las alegaciones de que una mujer no pueda ser sacerdote”

Sugiero con humildad y evangelio a los jerarcas que revisen la perdurabilidad de sus normas y leyes, que se dicen divinas, e inamovibles, y que consideran “palabra de Dios”Diaconisas

El debate sobre las diaconisas, de nuevo abierto

En los documentos oficiales, tanto civiles como canónicos, mi nombre completo es el de María de las Mercedes, tal y como se llamaba mi abuela. Para familiares y amigos soy “Merceditas”, aunque los felices años niños que justificaron el diminutivo hace tiempo que “pasaron a mejor vida”.

Fuimos -somos- cuatro hermanas y puedo asegurar -y aseguro-, que en términos generales constituimos lo que se dice “una familia normal”. Como no pocos vecinos del pueblo, nos vimos obligados a emigrar, y en la capital de España encontraron acomodo laboral nuestros padres, con facilidades para que nosotras, sus hijas, lográramos abrirnos camino.

Y aquí acentúo ciertas circunstancias de las que algunos puedan servirse para tildar de “rara”, de original y aún de extravagante, nuestra unidad familiar.

Mi hermana la mayor expresó desde su más temprana edad, sus deseos decididos de llegar a ser militar. Para la segunda, el trabajo y la dedicación de bombero se hicieron presentes con caracteres de vocación y servicio a la comunidad, ya desde los primeros escarceos de su elección profesional. A la tercera, todo cuanto se relacionara con actividades políticas e investigaciones policiales, ahormaron, desde su más tierna infancia, sus gustos y preocupaciones, sin ahorrarse esfuerzos y sacrificios de ninguna clase.

¿Yo? Desde que apenas comencé a tener uso de razón y ser consciente de mis actos, tuve la seguridad de que, ser y ejercer de sacerdote, habría de ser la suprema felicidad para mí y para el resto de la comunidad, a la que habría de servir algún día. Desde el principio alcancé el convencimiento pleno, por la gracia de Dios, de que en mi decisión ni intervenían motivos de orden económico, social, o jerárquico, ni privilegios ni misterios o magias de ninguna clase.

La llamada de Dios prevalecía sobre cualquier otro argumento que pudiera haber influido, o seguir influyendo, en el organigrama vocacional de quienes se decían haber sido expresamente elegidos como mediadores entre Dios y los hombres. Quede constancia que tampoco influyó en mi vocación sacerdotal la más leve brizna de rebeldía ante los cánones, constituciones y normas eclesiásticas que premian a los hombres, por hombres, en su acceso al sacerdocio, con flagrante discriminación para la mujer, por mujer.

¿Y después…?

Mis tres hermanas, pese a las dificultades serias y graves que hubieron de afrontar a consecuencia de leyes y tradiciones vigentes, consiguieron alcanzar sus metas propuestas, en proporción a la capacidad de formación y a los méritos alegado, en sus primeros destinos, aunque siempre con el convencimiento -y aun comprendiendo-, que la condición femenina no les ayudaba, sino todo lo contrario para su reconocimiento y ascenso superiores, en igualdad con el hombre.


¿Tu actitud personal ante el hecho de la frustración vocacional, como posible ministro/a del Señor?

Ni me convencieron, ni me convencen, ni me convencerán las alegaciones jerárquicas aportadas, a veces hasta con carácter dogmático -“palabra de Dios”-, y teología, de que fue y será imposible “que la mujer sea y ejerza de sacerdote en la Iglesia católica”. No me parecen serios, ni bíblicos, ni evangélicos, los argumentos en los que oficialmente sustentan las determinaciones canónicas en este sentido. A cualquier observador, y observadora, les da la impresión, cargada de veracidad, sociología, sentido común e historia eclesiástica, de que se trata de penúltimas “pataletas” en la escala de las sistemáticas marginaciones que padece respecto al hombre, doliéndome más que estas sean propiciadas con descaro y “tranquilidad” de conciencia, precisamente dentro de la propia Iglesia.

 

 

Por si cambiaran los tiempos, y aunque estos por “cambios” y por “eclesiásticos” resultan más tercos, yo, Merceditas, para familiares y amigos, como pude, y me permitieron, estudié teología, con sus grados académicos correspondientes, trabajé y trabajo como seglar impartiendo lecciones de catequesis, y aliento esperanzas “franciscanas” de que las primaveras llaman a las puertas de la pastoral y del feminismo cristiano, pese a que, en ocasiones, los líderes de conservadurismos feroces, impertérritos y carentes de “mundanidad” y realismos humanísticos y, por tanto, cristianos, prosigan su tarea condenatorias contra los, o las, que piensen de modo distinto al suyo, con el riesgo de que sus propios intereses, que no los de la verdadera Iglesia de Cristo, puedan sufrir “serios e irreparables” quebrantos.

Conociendo tanta o más teología y cánones que quienes todavía discurren y se comportan de aquesta manera, como experta en la materia, les sugiero con humildad y evangelio que revisen la perdurabilidad de sus normas y leyes, que se dicen divinas, e inamovibles, y que consideran “palabra de Dios”.

Sugiero también que piensen los liturgistas, con todo eso del diaconado femenino que se traen entre manos, que no van a añadirles a las mujeres en el camino de sus legítimas reivindicaciones eclesiales, compensación canónica alguna, sino todo lo contrario. Lo de las compensaciones, y menos, las femeninas, no es tarea propia ni de la teología ni del sentido común. En la parroquia a la que pertenezco, regida por “Kikos”, a las mujeres nos sigue estando prohibido impartir la Comunión, siempre y cuando haya hombres varones presentes en la celebración eucarística…