En la iglesia y la eucaristía comienzan los enredos

Los grandes desenfoques, los grandes errores finales en los que podemos estar viviendo, se incuban en las pequeñas desviaciones de los orígenes. Los trenes salen en paralelo de la misma estación y en la misma dirección. Una pequeña desviación de las vías, casi imperceptible al principio, termina llevando a los cowboys uno al norte, otro al sur.

Es la historia no solo del cristianismo sino de cualquier movimiento profético, de cualquier revolución. Es también la historia concreta de la mesa del Señor.

Pequeños retoques, pequeñas trampas hicieron que, unos siglos más tarde, el movimiento de Jesús acabara produciendo la mayor multinacional de poder, actuara a veces al modo de mafia del crimen hasta convertirse en el centro de corrupción más escandaloso. En ningún sitio se cometieron más sacrilegios, ni se dio más degeneración que en el núcleo del poder del cristianismo.

Si alguien busca un milagro que avale la presencia de Jesús hoy, que estudie la historia de los papas de Roma y estruje las piedras del Vaticano. Si Jesús vive todavía entre nosotros es que Dios está con Él.

La eucaristía ha sido termómetro del cristianismo. Estudiar la historia de la eucaristía es estudiar la historia de la Iglesia. Si es difícil encontrar a Jesús en el Vaticano también es difícil encontrar a Jesús en nuestras misas. Por eso hay muchos creyentes en Jesús que dejaron hace tiempo a las conferencias episcopales y también la eucaristía. Algún día diré por qué sigo yo yendo a misa. ¿Encuentro a Jesús? Sí. Lo digo honestamente. A mí me costó comprenderlo. ¡Hay que saber a qué se va! Ya lo explicaremos.

Nunca existió una iglesia primitiva ideal. La iglesia no se sembró como un árbol sino como una semilla. La eucaristía tampoco empezó hecha. Cuando empezó la eucaristía no se había escrito ningún tratado de sacramentos.

Las primeras desviaciones eucarísticas comenzaron ya antes de aparecer los Evangelios.

1Cor 11:27

“Por consiguiente, el que come del pan o bebe de la copa del Señor sin darles su valor tendrá que responder del cuerpo y de la sangre del Señor.

Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber de la copa.

Porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia sentencia.

Esa es la razón de que entre vosotros muchos estén flojos y deprimidos y, bastantes, adormilados.

Así que, hermanos míos, cuando os reunís para comer, esperaos unos a otros.

Si uno está hambriento, que coma en su casa, para que vuestras reuniones no acaben con una sanción. Lo demás lo arreglaré cuando vaya”.

La iglesia de Jesús creció pronto, como espiga enredada a la cizaña. La eucaristía del Señor creció, igualmente, enredada a lo pagano. Y ahí anda la iglesia. Y la eucaristía.

Primer enredo. La mesa del Señor se convierte en ofrenda.

Terminada la clandestinidad, las ofrendas de sacrificios de los paganos creaban nostalgia y vacío en los cristianos. El cristiano se encuentra en situación de inferioridad ante los gentiles. Los gentiles pagaban a sus sacerdotes por ofrecer sacrificios por sus difuntos o aplacar la ira de los cielos.

A modo de ejemplo. Los cristianos para rellenar esa desventaja con los paganos introducen en la anáfora, sólo para algunos concretos, el memento de difuntos con los nombres de sus familiares, que pagan los gastos del nuevo culto cristiano. Aquel recuerdo a los muertos, terminó por quedarse incorporado. La mesa del Señor se convierte en ofrenda por los muertos y por los vivos.

Se está dando un giro a la mesa del Señor. Acabará el clero “diciendo” tres misas el día de difuntos, porque son muchos los muertos y muchos los estipendios. La fe de los creyentes en la bellísima “comunión de los santos” se paganiza y se incorpora al supermercado de la fe.

Hoy, todavía hoy, en la parroquia arciprestal de Almuñécar, al principio de la celebración de la misa, se leen los nombres por los que se ofrece el santo sacrificio.

Segundo enredo. Se multiplican las mesas eucarísticas.

Sucedió lo inevitable y deseable. En sus comienzos, los cristianos eran pocos con una mesa eucarística en cada iglesia. Pero vino pronto la multiplicación. La cantidad de creyentes llevaron, con lógica, a la multiplicación de las misas incluso en una misma iglesia local.

Con la multiplicación de misas, el gran reto que se le presenta a la iglesia primitiva es conservar la unidad. Respetar la diversidad humana dentro de la unidad en la fe es, todavía hoy, la gran tarea a conseguir. Es el sueño evangélico: reunir a tantos diferentes en una misma mesa. Los que vienen de los cuatro puntos cardinales; con multiplicidad de colores y razas; multiplicidad de lenguas: griegos, romanos, judíos, chinos; multiplicidad de culturas, y cada uno en diferente estadio de desarrollo. Santos, pecadores, pobres, ricos.

Cuando la iglesia de Jesús consiga la unidad sin eliminar la diversidad podrá hablar de fraternidad y de Jesús al mundo. No ha ocurrido nunca. Sigue siendo la gran utopía.

El canon.

Para conseguir esa unidad, a los mandatarios eclesiásticos, que actúan ya como dueños y nuevos ricos, no se les ocurre idea más brillante que fijar obligatoriamente, desde Roma, la anáfora, es decir: la oración de acción de gracias, de todos los pueblos, al Padre.

Ese Canon, fijado entre el siglo cuarto al sexto, se mantiene aún. Con la belleza de lo antiguo y de lo tradicional, pero infectado de teología racionalista, parcial y aristotélica.

Ese Canon no sirve en China, en África, en Sudamérica, en la India. Ya no lo entienden ni en Europa. Sólo suena bien en el Vaticano y en latín.

Entonces, ¿a dónde voy a misa?

Luis Alemán Mur