Seguramente no pocos creyentes y bastantes clérigos han experimentado un serio malestar, por causa de la decisión que ha tomado el papa Francisco para que sean expulsados de su cargo los clérigos que son responsables de “causas graves” (can. 193) (“Motu proprio”, 4.VI.2016). Entre estas causas se destacan, en estos días, los casos de ocultamiento de abusos sexuales de los que tanto se viene hablando, desde hace algunos años, en la Iglesia.

    Al proceder de esta manera, ¿actúa el papa Francisco como un dictador implacable? Si este asunto se analiza con interés y seria documentación, más bien habría que decir justamente lo contrario. El papa, en este tema como en tantos otros, está procediendo con la debida prudencia y bastante misericordia. Bastante más de lo que algunos imaginan. Porque se sabe – y es un asunto bien estudiado – la tradición y la práctica de la Iglesia, durante más de diez siglos, que fue durísima y tajante en este orden de cosas.

    En efecto, está sobradamente probado y documentado que, durante más de diez siglos, lo que disponían los papas, los concilios, y lo que enseñaban los teólogos y los Padres de la Iglesia, es que los clérigos, especialmente si se trataba de obispos, cuando tenían comportamientos graves, especialmente si era en materia sexual y con daño del prójimo, la decisión que se tomaba no era expulsarlos del oficio o cargo que desempeñaban, sino algo mucho más radical, que consistía en privarlos del ministerio sacerdotal, de forma que eran reducidos a la condición de laicos: “Laica communione contentus”. Era la fórmula que expresaba la expulsión del clero. Sencillamente, en adelante, dejaban de ser sacerdotes y volvían a ser y vivir como laicos, como uno de tantos, tuvieran la dignidad que tuvieran. La documentación que se conserva, sobre este asunto, es enorme. Y ha sido ampliamente estudiada (C. Vogel, P. M. Seriski, E. Herman, P. Hischius, F. Kober, K. Hofmann, J. M. Castillo). Los textos de los concilios afirman que el sujeto, que era castigado por la disciplina de los Sínodos o Concilios, tenía que ser “privado del honor, de la potestad, del sacerdocio”; o que tenía que “perder el orden” o que “cesara de ser clérigo”…. Sencillamente se le despojaba de la ordenación recibida. Estas afirmaciones (o similares) se repiten docenas de veces, en los volúmenes que contienen las ediciones críticas de los Sínodos de la Antigüedad o del Medievo. Y conste que este estado de cosas se mantuvo, con toda seguridad, por lo menos hasta el segundo Concilio de Letrán (año 1215).

    Y todavía, una advertencia. La doctrina del “carácter sacramental” fue inventada en el siglo XI; y fue explicada de tres formas muy distintas en el siglo XII. Pero nunca se llegó a un acuerdo común. De forma que, ni siquiera el Concilio de Trento, en la Sesión VII, consiguió ese acuerdo entre los Padre y teólogos conciliares. Por eso, en la fórmula definitiva del canon 9 (de la Ses. VII), se dice que hay tres sacramentos (Bautismo, Confirmación, Orden) que imprimen carácter, lo que significa que estos sacramentos no se pueden repetir, o sea sólo se puede administrar una vez en la vida (DH 1609). Es decir, el llamado “carácter” sacramental no significa que el sacramento es un “sello” o que modifica ontológicamente a quien recibe el sacramento. Tal cosa no es dogma de Fe, ni cosa que se le parezca. El Orden es, por tanto, un “ministerio” que la Iglesia concede a determinadas personas. Y de esas personas, lo mismo que lo concede, lo puede quitar o suprimir. No hay, pues, ningún “Sacerdos in aeternum”.

    El papa Francisco ha sido benévolo y misericordioso. Con los clérigos a los que impondrá, sin duda, lo que ha dicho en su reciente “Motu proprio”. Y con las víctimas de esos clérigos, a las que el Papa tiene el derecho y el deber de defender, para devolverles la dignidad de la que se vieron privados.