Frase evangélica: «Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor  humano, sino de Dios» 

1. El título «Hijo de Dios», empleado por Pablo y por las primeras confesiones de fe, tiene  una larga preparación en el Antiguo Testamento. La filiación divina se expresa bajo la  imagen de la filiación humana. En todas las religiones antiguas, Dios es considerado Padre.  De ahí que las relaciones entre Yahvé y su pueblo sean paternales por parte de Dios y  filiales por parte de Israel. Especialmente amorosa es la paternidad divina, que contrasta,  según Oseas, con la dureza de Israel. Con el tiempo, el “justo” será considerado hijo de  Dios, por la intimidad que tiene con los bienes espirituales.

2. Con Jesucristo, la filiación divina se hace universal. Dios es «nuestro Padre», según  rezamos en la oración que el propio Jesús nos enseñó. El reino está abierto a todos, que  somos por ello hijos de Dios. Todos debemos imitar al Padre. Jesús se da a sí mismo el  título de “Hijo único”, en un plano de filiación de naturaleza. Fue proclamado «Hijo de Dios»  por sus contemporáneos.

3. La filiación divina alcanza su plena revelación con el envío del Hijo desde el Padre y  con el rescate pascual, que le hará definitivamente Hijo y cuyos frutos recibimos por medio  del Espíritu Santo. Nuestra filiación es participación de la de Cristo. Solo así logramos la  verdadera libertad de los hijos de Dios.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Tenemos relaciones con Dios como Padre?  ¿Nos consideramos, de hecho, hijos suyos? 

CASIANO FLORISTAN