Nunca un Papa se había atrevido a llamar tan por su nombre a las cosas. Francisco ya nos tiene acostumbrados y, en África, al lado de los suyos, de los más pobres, su osadía se eleva. Bergoglio se convierte en todo un profeta que denuncia y anuncia. Con palabras claras y tajantes como espadas: “Organizaciones criminales utilizan a niños y jóvenes como carne de cañón para sus negocios ensangrentados”. O “la corrupción, que hay incluso en el Vaticano, mata”.

En Kangemi, un ‘slum’ (villa miseria) de los más populosos de África, con sus 200.000 pobladores, el Papa estaba en su salsa. “Me siento como en casa”. Porque los pobres son sus predilectos (como lo eran de Cristo, cuyo camino va “desde los pobres y con los pobres hacia todos”) y no se avergüenza decirlo. Y con los pobres no sólo se siente a gusto, sino que los valora, porque son capaces de convertir “el hacinamiento en una experiencia comunitaria”.

Por eso, el Papa, en Kangemi hizo todo un canto a la “cultura de los barrios populares” y a sus valores: solidaridad, vida, alegría, compartir, cercanía, compasión. Valores que “no cotizan en Bolsa ni tiene precio de mercado”, pero que pueden salvar a la humanidad herida y narcotizada por el consumo.

‘Carne de cañón’

Francisco alaba sus valores, pero también comparte las penas de los pobres que son ‘carne de cañón’. Y denuncia que su situación de exclusión no es natural, no se la merecen. Es provocada por otros. No son pobres, son empobrecidos. Los culpables de su miseria son “las minorías que concentran el poder y la riqueza y la derrochan con egoísmo”. Es lo que el Papa llama “una nueva forma de colonialismo” del sistema económico internacional.

Ese sistema, según Francisco, tiene contraída una “deuda social” con los pobres. Una deuda que solo se paga con las “tres T: tierra, techo y trabajo”, que no son “filantropía, sino una obligación”. Sistemáticamente incumplida.

Pero, además, de las tres T, el Papa-profeta le pone nombre a las miserias concretas de los empobrecidos, que se llaman alquileres abusivos o falta de servicios básicos, como “baños, alcantarillado, desagües, residuos, luz, caminos, escuelas, hospitales, centros recreativos y deportivos, talleres artísticos”. Los mínimos vitales, que dignifican las vidas de las personas.

Toda una ristra de carencias, entre las que hay una muy especial y muy dañina: la falta de agua potable, que es “un derecho humano básico, fundamental y universal”, pero que sigue siendo pisoteado en muchos rincones de África y del mundo. Y el grito de la sed de los hombres llega hasta los oídos de Dios. Clama al cielo.

Reclutamiento de niños

Por eso, ante los jóvenes reunidos en el estadio de Nairobi, Francisco volvió a denunciar la falta de educación y de trabajo, que “podrían evitar el reclutamiento de jóvenes” por las mafias y las milicias, así como el tribalismo y la corrupción.

Con los jóvenes, el Papa se transforma en un auténtico líder de masas. Los hace vibrar, incluso hablando en español y con traductor en un país anglófono. Empatiza con ellos y los hace actuar, como cuando les pidió que se levantasen y se cogiesen de las manos como signo de repulsa al tribalismo.

Pero también les exige y les habla con parresia (la valentía que viene de Dios). Por eso, delante del presidente del país y de todos sus ministros (acusados de amasar dinero a espuertas a costa de los más pobres), el Papa lanzó un alegato contra la corrupción, ese “azúcar dulce, que se nos mete dentro y termina en diabetes”. Un azúcar que mata el propio corazón y causa la muerte de los demás. “Una polilla que roe el alma”.

Y como buen profeta no le duelen prendas a la hora de la autocrítica. Y el Papa reconoce que hay corrupción en todas partes, “incluso en el Vaticano”. Lo demuestra el ‘Vatileaks 1 y 2’. Pero Francisco hace lo que dice y lo que les pide a los demás. Por eso, le llaman ya ‘Don Limpio’ o ‘El barrendero de Dios’. Y los curiales del Vaticano lo saben.