No desatable no significa irrompible

Los sinodales se reúnen este mes en Roma para hablar de la familia. Convendría repasar la gramática de los participios o adjetivos verbales, para evitar malentendidos sobre indisolubilidad e indisoluble, entre “no se ha de romper”, “irrompible” y “roto”.

La indisolubilidad del matrimonio (non dissolvendum, que no debería romperse) no significa que sea “irrompible”. No es incompatible la defensa de la indisolubilidad con el reconocimiento de las rupturas y la acogida eclesial misericordiosa de las personas divorciadas y casadas de nuevo. (Ver: Sínodo, matrimonio y familia en la página web:www.juanmasia.com
http://book.geocities.jp/nknym884/familiaysinodo.html)

Decía el otro día un obispo, opuesto a la reforma, que “ni siquiera el Papa puede anular un matrimonio indisoluble”. Con respeto, permítase corregir el uso del lenguaje sobre “indisolubilidad” o “anulación”. No se trata de cuestionar la indisolubilidad como meta ideal, vocación, promesa y deber de cumplirla (que es lo que dijo una mayoría de sinodales en 2014). Tampoco se trata de anular o no anular, sino de reconocer como roto lo que se ha roto y, si la ruptura es irreparable y no se puede recomponer, hacer todo el bien que se pueda para recomponer la vida de cada una de las personas, sanar las heridas que hayan quedado abiertas o, en su caso, absolver a quien lamenta la ruptura de lo que “no se debía disolver”, pero se rompió irreparablemente.

Lo explicarían en clase de ética elemental para el parvulario con el cuentecillo-parábola del reloj como regalo de bodas, que dice así:

“Los padres de la novia regalaron a los cónyuges sendos relojes: de marca suiza, valiosísimos, un reloj para toda la vida, a prueba hasta de inundaciones y terremotos, y con el nombre de los esposos y fecha del enlace. Mas, hete aquí, que salen de viaje de bodas conduciendo su propio coche, tienen un accidente del que salen ilesos, pero los dos relojes se paran irreversiblemente. No se han hecho añicos, pero… los llevan al relojero y se confirma que no tienen arreglo. Eran para toda la vida, estaban garantizados, preparados y prometidos para serlo, pero… no eran absolutamente irrompibles.

¿Qué pensaríamos si esa pareja se negara a llevar otro reloj y se sintiesen obligados a convivir toda su vida con aquellos relojes que ya no marcan la hora y no tienen arreglo?”

Hasta aquí la parabolilla. Por favor, no lo tomen a mal, como si comparásemos personas con objetos y a los esposos con los relojes, ni mucho menos; el punto de comparación es solamente la diferencia entre “lo que no se debe romper” y lo que “se puede romper”, entre lo “llamado a no romperse” y “lo no irrompible”.

(En latín sería más claro distinguir con el uso del gerundio -ndum y el adjetivo verbal en –bilis. Por ejemplo, mi enemigo, al que se supone debo amar evangélicamente, es amandus, es decir, ha de ser amado, pero lamentablemente no es amabilis, no es amable y no es posible quererlo y me cuesta amarlo, lo más que llego es a rezar por él (como recomienda Mt 5,44 y Lc 6, 28).

Otro ejemplo, non corrumpendum es lo que no se debe o no se ha de corromper, y corruptibilis, lo que “se puede corromper”. Reconocer que los alimentos congelados del supermercado se han corrompido al tenerlos un tiempo fuera del congelador y, por tanto, hay que sustituirlos, es compatible con seguir manteniendo que no se los debe dejar que se corrompan y que debemos tener más cuidado la próxima vez.

Seguir defendiendo la indisolubilidad es compatible con la acogida eclesial de las personas que sufrieron la ruptura y están recomponiendo su vida.

En vez de decir que el matrimonio es indisoluble, deberíamos decir que es non solvendum, que no se ha de disolver (“No separen los humanos la unión de los cónyuges que Dios desea”, dice Jesús, Mt 19, 6, es decir, la unión que van a construir los cónyuges a lo largo de la vida; convierten así su unión en inseparable cuando, al envejecer juntos, se logra por fin la indisolubilidad, que no es una propiedad del matrimonio grabada como divisa el día de la boda, sino una meta a lograr mediante el cumplimiento de la promesa).

Pero decir del matrimonio que es non solvendum, que no se debe o no se ha de disolver, no quiere decir que sea irrompible, como ni siquiera lo es un reloj “water-proof” o “bomb-proof” (a prueba de inundaciones o a prueba de bombas).

Por tanto, la afirmación y defensa de la indisolubilidad como “meta, don y tarea” (de que hablaban los padres sinodales el año pasado) es compatible con el reconocimiento de que, “lamentablemente, no es irrompible” (como decían en el 2000 los obispos japoneses y venía proponiendo desde el Sínodo de 1980 el arzobispo de Tokyo, monseñor Shirayanagi Seiichi, entre otros).

Es compatible seguir proponiendo y animando a construir la indisolubilidad a lo largo de la vida de los esposos y, al mismo tiempo, reconocer la realidad de las rupturas, sanar (o, en su caso, perdonar) las heridas que necesiten sanación (o las culpas, en el caso de que las haya, que necesiten perdón), acompañar pastoralmente a las personas en el camino de recomponer su vida y acogerlas sacramentalmente con el estilo de misericordia de Jesús.

Como decía ayer el arzobispo Osoro para deshacer los malentendidos sobre la propuesta pastoral del Papa Francisco, “hay que ver todo lo que él dijo sobre la familia siendo arzobispo de Buenos Aires. Si los que dicen cosas distintas lo leyeran, firmarían claramente lo que plantea Francisco”.

Y como expresaba ya hace tiempo el cardenal Kasper en El Evangelio de la familia (Sal Terrae, 2014, p.66): “Si excluimos de los sacramentos a los cristianos divorciados y vueltos a casar que están dispuestos a acercarse a ellos, ¿no ponemos en entredicho la fundamental estructura sacramental de la Iglesia? ¿Para qué sirven entonces la Iglesia y los sacramentos?”